[3] Capítulo 21

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EIN ENGEL
(Un ángel)

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Los ojos de Sebastian Petrelli eran bonitos —hermosos—, pero los de éste bebé, eran increíblemente claros.

Raffaele había tenido ya tres hijos, y había visto cómo sus ojos cambiaban no de color, sino que tomaban fuerza, volviéndose del brillante tono que al final sus madres les regalaban... pero éste bebé tenía los ojos clarísimos y piel muy blanca. Había sido también un par de centímetros más grande que sus tres hermanos mayores, asimismo, más gordito y... fue peor cuando las enfermeras, halagando al padre, comenzaron a llamarlo «Engel»: ángel, en alemán.

Y ciertamente, a Raffaele le parecía un angelito.

Luego de un par de horas, cuando los pediatras entregaron a sus padres al bebé —las enfermeras habían seguido con su juego, y en la pulsera de identificación, de su pequeña muñeca izquierda, le habían llamado Engel Petrelli W—, Raffaele lo tomó entre sus brazos con miedo, con tristeza, sosteniendo su cabecita para mirar bien su cara bonita, y cuando él soltó un gemidito —habían sido sólo una especie de sonidito, no un anuncio de llanto—, él supo que no dría dejarlo, que jamás podría vivir tan sólo imaginando a qué tono cambiarían sus ojos tan claros, sin escuchar su vocecita dulce, si iba a seguir pareciendo un angelito, o qué tan alto sería...

El bebé comenzó a llorar y el muchacho, sintiendo que lo perdía, se lo entregó a una Hanna que ya se había repuesto del extenuante parto, pero que seguía furiosa... con Raffaele.

Matteo fue donde su padre y le tendió los brazos —Hanna había estado sola en el parto, mientras Raffaele cuidaba fuera, del hijo de ambos—; él se había negado a soltar a su padre, desde que éste llegó.

—No —le dijo al bebé, cuando éste, parando de llorar apenas lo cargó su madre, le buscó los senos con su boquita—. Pide fórmula —le ordenó ella al padre.

Como si se quejara, el bebé comenzó a llorar de nuevo.

—¿Por qué no lo alimentas tú? —preguntó él, con voz baja, casi tímida. Ella lo hacía volverse otro hombre; inseguro... estúpido.

Hanna ni siquiera lo miró a los ojos; no se le había ocurrido alimentarlo ella misma. No lo había hecho con Matt y, aunque ya no se sentía... sucia, no lo había considerado siquiera.

—No —se negó ella—. Pide fórmula.

El bebé lloró con mayor fuerza y Raffaele sintió lástima por su hijo, que había nacido sin un padre auténtico, sin un padre que estuviera presente cada día de su vida, haciéndolo sentir seguro, amado, sin que pudiera darle una familia auténtica, y no miserias.

—Aliméntalo —le suplicó. Si no lo tenía a él, quería que al menos tuviese la cercanía de su madre.

Matteo abrazó con fuerza a su padre y Hanna miró la escena de reojo, furiosa; Raffaele, sin saber qué más hacer para calmar la situación —la angustia de Matteo, el enojo de Hanna—, se inclinó y le besó la cabeza.

Era lo que siempre hacía con Audrey, con su dulce Audrey, cuando llegaba a molestarse, él se reía y la besaba, haciéndole saber a los hijos de ambos que todo estaba bien..., y también a ella, la besaba para pedirle perdón por lo que sea que hubiese hecho, hasta hacerla reír —junto a los niños, por semejante acoso a su madre— y devolverle los besos.

Pero Hanna no era Audrey... A ella apenas fue capaz de tocarla con sus labios.

—Vamos —siguió el muchacho—. Déjalo que coma. No hay nada mejor que esto, para él.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora