PERCHÉ... TU SEI MIO
(Porque... eres mío).
El día anterior había cumplido quince años.
Había usado ese espantoso vestido azul, que Anneliese odió apenas verlo, pero que de cualquier manera su tía Gabriella se lo había comprado porque era exactamente del mismo color que sus ojos, los cuales Giovanni Petrelli adoraba.
La celebración había sido en casa de los abuelos, naturalmente. Había sido algo precioso; era una lástima que Hanna no hubiese asistido, pensaba Annie, y por eso había decidido volver a casa cuando todo finalizó: quería verla -ella tenía prohibido pararse en casa de los abuelos y Annie no quería dejarla sola-.
Raffaele tampoco la había acompañado; Anneliese no podía recordar uno sólo de sus cumpleaños donde su padre hubiese estado presente. Llegándose mayo, siempre, cada año, él se volvía retraído, se encerraba por largas horas en su estudio, salía por días y días y, para el 3 de Junio, en el cumpleaños de Annie, él tenía al menos una semana de haber desaparecido. Siempre. Cada año.
Volvía, sin embargo. Lo hacía aproximadamente tres semanas luego, más delgado, demacrado, deprimido.
A veces, Anneliese deseaba ser como las adolescentes de algunos de sus libros, opinando sobre sus padres -sobre sus aficiones, problemas, e incluso sufrimientos- con desdén y aburrimiento, quejándose de ellos como si fuesen objetos -y no seres humanos- cuyo único fin es proveer y satisfacer necesidades -y caprichos- de sus malagradecidos hijos; los envidiaba cuando soltaban algunas frases que bien podrían interpretarse, en pocas palabras, como que los padres no tienen derecho a sentir -porque, de repente, sus sentimientos y anhelos se vuelven estúpidos o absurdos porque... ya son padres-, o a ser -porque ya no pueden ser otra cosa, más que padres-, o a pedir -porque eran ellos quienes debían dar-. A veces Annie deseaba pensar de ese modo -estúpido y egoísta-, pues así no tendría que angustiarse tanto por el estado deplorable en que regresaba su padre.
Pero así no era ella. Ella no dejaba de preguntarse a dónde iba él, cada verano; si estaba seguro, si estaba comiendo, si estaba borracho..., si estaba vivo.
El día anterior, su abuelo Giovanni se había esmerado bastante en su festejo, y la había llenado de tantos lujos y regalos que, cualquier persona, pensaría que él estaba intentado que Annie olvidara la ausencia de Raffaele. Naturalmente, eso no había sucedido.
No había sucedido entonces, ni tampoco en ése momento. Pensaba tanto en su padre que ni siquiera recordó que, la noche anterior, Valentino la había dejado plantada.
Habían acordado verse a las tres de la mañana; él llegaría hasta su ventana. Pero claro, él ni siquiera le avisó que no iría. Annie se quedó dormida, esperando, y despertó a la mañana siguiente, pensando en su padre.
-Annie -Matt llamó a su puerta; era medio día.
-Está abierto -respondió ella, con voz ronca-. ¿Qué?
Matteo abrió la puerta y entró con esa sonrisa suave que él tenía.
-Ven a comer -le pidió-. Angelo trajo paella y mamá ya abrió su mejor botella de vino -amenazó.
Nadie amaba tanto la paella picante como Hanna Weiβ y Anneliese. Quizá ellas no compartían sangre, pero sí su excelente gustó por la comida.
De un brinco, Annie se puso de pie, se calzó pantuflas y corrió escaleras abajo.
-¿Cómo es que Aaron te prepara lo que le pides, al momento, y a mí me manda al diablo, aunque le pida un vaso con agua? -se quejó Lorenzo, con Angelo, de la actitud de uno de los principales chefs en los restaurantes de Giovanni Petrelli.
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Ambrosía ©
Ficción GeneralEn el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1.- Un postre dulce. 2.- Un aroma delicioso. 3.- El alimento de los dioses griegos; el fruto de miel...