[2] Capítulo 12

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SEDICI SETTIMANE
(Dieciséis semanas)

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Por primera vez en su vida, Uriele Petrelli hizo el amor. Adoró y recorrió con sus labios el cuerpo de esa mujer que amaba con toda su alma, pero... ella no buscaba amor: buscaba la rutina, la normalidad..., su vida ordinaria y con ella a su familia.

Extrañó los ocasionales mordiscos del que había sido su pareja los últimos veintiún años... sus colmillos enterrándose con suavidad en su piel; echó de menos su musculatura y su rudeza pasional, los gruñiditos que dejaba escapar...

Y cuando todo acabó, Uriele —sin soltarla un solo instante— siguió besándola —sus mejillas, su cuello— y Hanna se sintió al borde del colapso.

Luego del sexo, Raffaele sólo se tiraba a su lado o ella sobre él, ya tranquilos..., pero Uriele siguió besándola y aferrándose a ella, como si no quisiera dejarla ir nunca, como si quisiera aprisionarla y, sintiéndose desesperada al no haber logrado su objetivo —¿cómo iba a tener todo de vuelta ¡¿Cómo iba a arreglarse todo cogiéndose a Uriele?! Sin embargo, por un momento, mirando sus ojos idénticos a los de Raffaele... en su mente parecía posible—, se liberó de él y tomó asiento, bajando los pies de la cama, buscando sus cigarrillos en el buró; sentía en el paladar una capa de grasa asquerosa y creía que sólo el humo del tabaco la ayudaría a quitársela, y... ¿por qué sentía asco? Había ocurrido. Finalmente. Había sucedido aquello que tanto había deseado por décadas enteras, pero ¡a qué costo! ¡¿Por qué siempre sus triunfos..., por qué siempre el amor que recibía debía tener grandes precios para ella... para los demás? ¿Por qué siempre, el amarla, debía costar vidas enteras? ¿Estaba acaso rompiendo algún precepto que dictaba que ella debía estar siempre sola, hundida, despreciada..., anhelante..., y el universo la castigaba por tan vil falta, matándole de poco el corazón... llevándose siempre gente irremplazable?

Ajeno a sus lamentos, Uriele le acarició la espalda blanca con la yema de sus dedos, recorriendo los huesitos de su espina dorsal. A Hanna se le erizó la piel... y deseó correr, ¡no, él no debía amarla! ¡Ya no quería más pérdidas, no quería más muertes! ¡En ése momento... sólo quería a Raffaele con su mal genio, y a sus hijos en casa!

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Uriele comprendió que no conseguiría nada más aquella noche..., y posiblemente jamás haría. No le exigió más, no insistió. No quería darle más penas. Y cuando salió de casa de su hermano él —sintiendo que dejaba trozos de su alma en cada paso, mientras se alejaba de ella—, cuando subió a su Lamborghini y comenzó a conducir... lo hizo por casi una hora, sin rumbo, y no se dio cuenta hasta que un alto de semáforo, lo detuvo. Increíblemente, en aquellas calles solitarias, de media noche, no le había tocado ninguno. Y entonces se preguntó a dónde iba. No podía conducir eternamente, fingiendo que conocía al lugar que se dirigía..., pero es que realmente no sabía a dónde ir.

Cuando salía del país, cuando tenía que regresar a... casa, pensaba en Jessica —con sus bucles color chocolate y sus ojos como un océano de miel—, pensaba en Hanna... a la que podía ver siempre, con sólo coger el auto y conducir menos de quince minutos y, ¿ahora dónde era casa? ¿Dónde estaba su hogar? ¿En el lugar donde había crecido? El lugar que encontraría solitario, porque su padre estaba hospitalizado, su madre no se movía de su lado..., ni tampoco Raffaele estaba ahí. ¿O eran esos cuatro muros vacíos que, hacían unas semanas atrás, Ettore llenaba con su música a alto volumen? Al menos... era un sitio. Y cuando la luz cambió a verde y arrancó el auto de nuevo, realmente no estaba seguro del lugar al que se dirigía.

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—¿Dónde estabas? —preguntó Irene Ahmed, apenas su marido cruzó las puertas de su casa.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora