La casetta di pietra in Grecia II
(La casita de piedra, en Grecia II).
Les gustaba pasar tiempo con su familia, con sus amigos, pero... sus cosas, sus momentos, siempre habían sido sólo de ellos dos.
A Angelo no le gustaba compartirla y... Annie se había vuelto egoísta, atesorando momentos sólo para ella.
Los testigos de su matrimonio habían sido Alberto, el hombre que había dedicado buena parte de su vida a la familia Petrelli —y que los conocía desde niños, a ambos—, y un abogado familiar que, también, había trabajado para la familia por décadas.
En el jardín privado que eligieron para realizar el ritual, no había nadie más que el juez, un sacerdote católico, dos testigos y... Angelo, Anneliese, y el hijo de ambos.
El viento se había helado ya ligeramente, pero no tanto para que Annie no pudiera usar el vestido que había elegido para aquel día.
Había elegido el primero que miró: blanco, casual, por debajo de la rodilla, simple, liso y tirante grueso, suelto... Lo único que delataba que, aquel día era su boda, era la corona de gardenias que adornaban sus bucles dorados y que, para ser sinceros, Anneliese no había pedido, pero la mujer que la había maquillado, había insistido en que, más tarde, las apreciaría, y así había sido: cuando Angelo la miró, caminando hacia él, esperando por ella frente a un escritorio de madera oscura... ella lo vio sonreír. Y su sonrisa no era una de esas donde apenas la comisura de sus labios lo delataba, sino una sonrisa auténtica... que la derritió al tiempo que también ella sonreía y corrió —encontrándolo irresistible, hermoso dentro de aquel esmoquin tan negro como sus cabellos, resaltando su piel clara, sus ojos grises... sus colmillos blancos y afilados—, corrió hacia sus brazos, como había hecho siempre, para encontrarse con él. Se olvidó de que la maquillista captaba su caminata, de que debía andar con dignidad y glamour, de que aquella marcha solemne sería un momento que más tarde querrían revivir y... tomó sólo con una mano su ramo de tulipanes blancos y gardenias, y corrió hacia él, tendiéndole los brazos.
Angelo se adelantó para recibirla y, tomándola por la cintura, la cargó para poder besarla.
—Te amo, te amo, te amo —comenzó a decirle ella, llenándolo de besos.
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Luego de la boda, pasaron el fin de semana en una cabaña, en el bosque —Angelo ya había faltado a demasiadas clases en la universidad, cuando su hijo nació— y, al volver a casa, un domingo por la tarde, cuando los demás notaron los anillos en sus dedos anulares, no preguntaron nada.
Era obvio por qué ellos no habían dicho nada y, aunque algunos tenían dudas del cómo había pasado, decidieron aguardar por sus palabras. Si es que éstas llegaban.
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El registro legal, y posterior bautizo de su primogénito, se llevó a cabo cuando éste alcanzó sus cuatro meses de edad, y aun cuando Sarah Anneliese Petrelli firmaba la partida de nacimiento, donde se reconocía a su hijo como Caleb Petrelli, ella frunció ligeramente el ceño, preocupada, pues no estaba segura... ¿Caleb era un buen nombre? Incluso se dificultaba pronunciarlo, Caleb Petrelli... BP juntas...
Incluso se lo preguntó varias veces a Angelo aquel mismo día, si estaba seguro de ello, obteniendo, la última vez, un par de ojos en blanco y un suspiro de cansancio.
Annie entonces se conformó —un poco—, y se dijo que era justo y necesario elegir ya un nombre, luego de todo, Angelo estaba por concluir el ciclo escolar y... tendrían finalmente su luna de miel.
Sin embargo, no pudieron tenerla como planearon —comenzaría a meditar Annie sobre las limitaciones que existían dentro aún de absoluta la libertad—, pues Caleb tuvo su primer resfrío, al que continuó la noticia de un nuevo embarazo.
Entonces Anneliese no pudo más que entrecerrar los ojos, mirando el test —positivo— de embarazo, pensando en que la lactancia no era un buen método anticonceptivo, sin embargo, la idea no le desagradó... en lo más mínimo. Su familia, con Angelo —con su marido—¸estaba creciendo. No tuvo miedo. Esta vez no hubo temor a enfermedades... a la muerte, y aunque retrasó su luna de miel hasta su sexto mes de embarazo, disfrutó cada segundo al abordar el avión, al ver a Angelo calmar el llanto de su hijo durante el vuelo, en el aeropuerto de Grecia —la última vez que había estado ahí, no había podido visitar cada templo como le hubiese gustado de haber tenido más libertad... sin mencionar el lastre de aquella fobia—.
Alquilaron una habitación rústica frente al océano; los muros eran de roca pulida y, además de una cama matrimonial, el lugar contaba con cocina, un comedor diminuto y un único sofá junto al enorme ventanal que era también el acceso al pequeñísimo balcón y, mientras Annie extraía la cena que habían pedido a la habitación, sobre la mesita, y veía a Angelo —sentado sobre la cama— alimentar a su hijo con papilla de manzana... Annie lo recordó.
Durante su estancia en el convento había tenido un sueño.
Se había soñado en una casita de piedra, por cuyas ventanas podía ver el mar —un mar que no le aterraba—; ella se encontraba embarazada y veía a Angelo alimentar a un niño y... Annie frunció el ceño. Al despertar aquella mañana, ella había creído que el bebé que su hermano alimentaba, era Abraham y, el que estaba en su vientre... ¿por el que habían peleado tanto, siendo unos adolescentes, tal vez?
Sintió el momento como un déja vù, con la diferencia de que, ése momento, lo había vivido en un sueño y... ésa era la realidad. Miró a su alrededor y se desconectó un momento, ¿realmente ésa era la realidad? Despertó para mirar a Angelo recostar a Caleb, quien se había quedado dormido mientras comía, sobre la cama. Annie se olvidó de la cena y fue donde él, buscando consuelo, asiéndolo por los hombros con ambas manos; él la rodeó suavemente por la cintura mientras le buscaba los brazos y, al tiempo que le buscaba los labios, para darle apenas un piquito suave, ella volvió a sentirse tangible.
—¿Todo bien, mi amor? —preguntó él, sintiéndola tensa.
Ella se obligó a asentir porque... realmente todo estaba bien, tan sólo...
—¿Estás cansada? —continuó el muchacho.
—Un poco —aseguró ella... pensando en que... el niño que había soñado, nunca fue Abraham (¡era Caleb!), y que el bebé que, en sus sueños, tenía en el vientre... era uno nuevo, era ése que gestaba en ése momento.
—También yo —confesó él, sonriendo ligeramente—. ¿Quieres dormir? —le propuso con la misma insinuación implorante con que, apenas un año atrás, antes de que naciera Caleb y le ocupara casi todo su tiempo libre, la invitaba a salir... o a tener sexo.
Ella asintió de inmediato, aún aferrada a él y, cuando se metieron a la cama, junto a Caleb, ella se sintió aún en el convento, dentro del sueño...
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🧡🖤
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Ambrosía ©
General FictionEn el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1.- Un postre dulce. 2.- Un aroma delicioso. 3.- El alimento de los dioses griegos; el fruto de miel...