Un bol de palomitas reposaba entre mis piernas mientras miraba con gran entusiasmo una película de dibujos animados.
-Maldito oso con olor a fresas...
Víctor me había dejado en casa pocos minutos pasando de las doce y hacía casi una hora que estaba sola, aunque nunca me había molestado la soledad porque estaba acostumbrada. De pequeña debido al trabajo de mi madre y al de mi padre, que era abogado, me quedaba muchas veces sola. Incluso me había llegado a quedar toda la noche sin compañía de nadie más que mis peluches cuando mi hermano se iba a casa de un amigo, pero a mí nunca me importó. Cuando estaba sola hallaba una tranquilidad que pocas veces encontraba rodeada de gente y desde pequeña había aprendido a valorar mi propia compañía.
Mi madre había pedido ese horario de trabajo de largas jornadas y lo entendía. La muerte de mi padre no la inundó de tristeza como habría cabido esperarse, ella simplemente parecía no estar. Había pedido aquel horario que la libraba de estar en la casa que había compartido con él; pero, también la libraba de cuidar de un hijo que había aprendido a aislarse en su habitación estudiando compulsivamente y de una hija que sin que nadie se diera cuenta iba a la deriva derecha hacia la caída de un precipicio.
Con el paso del tiempo mi madre estaba mejor. Nos mudamos dos veces en cuestión de pocos meses, pero ya parecía decidía a levantar cabeza y a continuar luchando por la vida que la muerte no le había arrebatado, la suya propia.
La primera casa en la que había vivido había sido un hogar acogedor de dos plantas que se encontraba cerca del río que recorría uno de los laterales de la ciudad, rozando las afueras y justo en el otro extremo de dónde vivíamos actualmente. Allí había crecido junto a mi familia y nadie parecía tener pensado irse, pero cosas pasan y todas tus ideas de futuro pueden desaparecer en segundos sopladas por el viento del destino.
Mi padre murió en un accidente de coche el 26 de enero, hacía casi un año, y todo cambió para no volver nunca a ser lo mismo. A las pocas semanas de su muerte dejamos el olor a río atrás y nos mudamos a un piso cerca del hospital donde trabajaba mi madre en aquel momento. Odiaba pasar por delante y oler el horrible olor de desinfectante y muerte escabullirse por entre sus puertas. Me traía recuerdos relacionados con la muerte de mi padre, como cuando lo había visto por última vez respirando antes de que entrara a la sala de operaciones; recuerdos que deseaba guardar en un lugar en el que no dolieran tanto como en la cabeza.
Gabbie me dio la noticia que me salvó de estar en aquel piso oscuro y desgastado que parecía marchitar y consumir nuestras almas.
Nos sentábamos juntas en la aburrida clase de lengua. Solía ser yo la que causaba que ambas acabáramos fuera del aula por hablar y reírnos, así que cuando ese día Gabbie se acercó a mi oído y sopló haciendo que una gran carcajada saliera de mi garganta y provocando en consecuencia que nos expulsase, me sorprendí.
-¡Por fin puedo decírtelo!- exclamó con felicidad.
-¿El qué?- dudé mientras temía haber perdido audición después de su grito. Nunca podías estar segura de que levantaba la felicidad en Gabbie, lo mismo había conocido al amor de su vida caminando por la calle o tal vez había visto una ardilla trepando por un árbol.
-Una de las vecinas del vecindario donde vivimos Mel, Zoe y yo ha muerto- dijo mientras una gran sonrisa se formaba en sus labios y la ilusión brillaba en sus ojos color miel.
-Pero serás mala persona- la reprendí con el ceño fruncido y golpeando su hombro- ¿Cómo puedes alegrarte por una cosa así, mala bru...?- me cortó tapándome la boca con una de sus pequeñas y blanquecinas manos mientras aún mantenía su sonrisa.

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El juego.
Teen FictionEl lugar equivocado en una fría y solitaria noche de invierno. Una chica perdida entre las desoladas calles. Una banda. Unos hipnóticos ojos verdes. "-...pese a que tú no lo creas estoy seguro de que este mundo del que huyes te pertenece mucho más d...