Mis ojos escocían irritados bajo mis párpados, revoloteando de un lado a otro sin poder llegar a abrirse. Mi nariz picaba y tenía la sensación de humedad en esta, sentía como mis cavidades nasales tenían restos de algún líquido químico de olor dulzón que no lograba recordar.
Una nube de confusión y desorientación planeaba sobre mi consciencia.
Un pinchazo invadió casi al mismo instante mi cuello y mis muñecas. El pinchazo en mi cuello era debido a la posición en la que tenía mi cabeza: cabizbaja y colgando como un peso muerto hacia delante dejando mi cuello en una posición recta, incómoda y dolorosa después de un largo período de tiempo; el pinchazo en mis muñecas, en cambio, era un pinchazo casi ardiente, como si el roce de algo quemará mi piel. Y era exactamente eso. Mis muñecas estaban fuertemente atadas a mi espalda por atrás del respaldo de la silla en la cual estaba sentada. Mis tobillos estaban atados a las patas de la silla, pero con el pantalón de por medio la atadura no ejercía el roce doloroso de piel contra cuerda como sentía en las muñecas. La cuerda era gruesa y áspera al tacto.
La inseguridad y el miedo inundaron mis pensamientos durante unos largos minutos. No sabía cómo había llegado hasta aquel lugar ni por qué estaba ahí.
Poco a poco noté como las funciones de mi cuerpo volvían, como podía entreabrir los ojos o como era capaz de rozar mis muñecas a voluntad propia contra las cuerdas intentando soltarme. El negror que nublaba mi realidad hacía que un frío sudor recorriera mi cuerpo desde la frente hasta mi pecho, ralentizando las aceleradas pulsaciones de mi corazón nervioso. Los olores que se adentraban en mi cuerpo no eran ninguno en particular que me resultará conocido. Olía a polvo, olía a lugar abandonado y sucio, olía al lugar en el que no querrías estar atada en una silla y habiendo sido drogada; porque con el paso de los minutos lo había recordado todo de nuevo, recordaba el viaje de vuelta en avión, al taxista gruñón que se había quejado del tráfico de los últimos días en Barcelona debido a año nuevo, recordaba el olor a vainilla que me inundó las fosas nasales nada más cruzar el umbral de la puerta de casa, recordaba el ventanal abierto, el miedo, mi grito opacado por la tela suave y húmeda de aquel pañuelo, recordaba la oscuridad.
Aunque no recordaba cómo había llegado hasta aquel lugar. Había un gran abismo en mis recuerdos entre la oscuridad del desmayo y la oscuridad que me producía el impedimento de no poder levantar mis párpados, como si estos hubiesen sido pegados entre ellos con cola adhesiva. La oscuridad actual no era tan abrumadora, podía distinguir la claridad de un foco que convertía el profundo negro en un oscuro gris mezclado con tonos amarillos y naranjas.
Froté de nuevo mis muñecas contra la cuerda después de unos segundos en los cuales intenté inútilmente recordar algo del trayecto hasta aquella incómoda silla. Al notar como el ardor en mis muñecas aumentaba e intuir que seguramente ya debía de tener la zona en carne viva, respiré hondo. Quería gritar de frustración y de miedo, pero debía mantener la calma. Respiré hondo un par de veces centrando todos mis pensamientos en el movimiento del oxígeno inundando mis pulmones para posteriormente salir por entre mis labios en un exhalo caliente.
Perdiendo los nervios no ganas nada. Mantén la calma, piensa, tú puedes salir de esta y de mucho más.
Me animé a mí misma mientras seguía relajando poco a poco mi respiración y con ello todo mi acelerado cuerpo.
Y como una luz brillando en medio de la oscuridad apareció un recuerdo. Era un recuerdo de hacía cinco veranos, cuando apenas tenía doce años.
Había familias que en verano viajaban a la otra punta del mundo y se alojaban en hoteles de lujo frente a playas de ensueño y rodeados de maleza indomable pero retenida bajo el yugo del poder abusivo de la humanidad. Mi familia y yo solíamos viajar solamente dos semanas del mes de agosto y todo el tiempo restante nos lo pasábamos en casa, lo cual tampoco me disgustaba porque en aquella época mis tres mejores amigos Dana, Gabbie y Roberto se quedaban también en sus respectivas casas. Aquel día estaba en el jardín de nuestra casa jugando a básquet con mi hermano, pero después de que viniera un amigo suyo a invitarle a jugar a videojuegos a su casa, él no pudo resistirse y se fue dejándome a mí sola con el balón bajo el brazo y con la mirada perdida en el río que corría a pocos metros de mi casa.
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El juego.
Novela JuvenilEl lugar equivocado en una fría y solitaria noche de invierno. Una chica perdida entre las desoladas calles. Una banda. Unos hipnóticos ojos verdes. "-...pese a que tú no lo creas estoy seguro de que este mundo del que huyes te pertenece mucho más d...