Capítulo 36

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Christopher estaba esperándola cuando torció la esquina.

Al principio pensó que debía de ser una alucinación, la clase de alucinaciones que había estado teniendo una y otra vez toda la tarde, y que la habían irritado enormemente.

Le había parecido verlo en una de las abarrotadas salas de la Galería de los Uffizi mientras admiraba el famoso cuadro del nacimiento de Venus de Botticelli, y luego mientras paseaba por el Ponte Vecchio, el antiguo puente lleno de tiendas y turistas sobre el río Arno, pero sólo habían sido hombres con un remoto parecido.

Por eso, al verlo de lejos frente a sí en ese momento, Dulce tardó en reaccionar.

En un principio pensó que sería sólo un florentino que regresaba del trabajo con su traje de chaqueta y corbata, pero al acercarse vio que no era una ilusión.

Era Uckermann, con su cabello negro como el azabache, y esos inconfundibles ojos dorados llenos de fuego.

Estaba apoyado en el muro de piedra del edificio, a resguardo de la lluvia bajo el pórtico, con los brazos cruzados y sus ojos fijos en ella mientras se acercaba.

Christopher: ¿Dónde has estado?

Su voz pareció resonar en la calle desierta, y a Dul le martilleó el corazón en el pecho.

Parecía que seguía enfadado, por alguna razón que no quería compartir con ella, pero no por eso iba a dejarse intimidar.

Dulce: Te pido disculpas –le dijo con una sonrisa pretendidamente sumisa–. Confiaba en llegar antes que tú para que me encontraras tumbada en el sofá en una pose sugerente, esperándote.

Cuando se metió debajo del pórtico con él, Chris la observó en silencio, mirándola de arriba abajo.

Dulce no se había preocupado por llevarse un paraguas porque apenas llovía cuando había salido, pero a su regreso había empezado a llover con más fuerza, y se había empapado.

Christopher: Mírate; pareces una superviviente de un naufragio. ¿Qué era tan importante como para que hayas salido con este tiempo sin llevarte un paraguas?

Dulce: Pues no sé –respondió con ironía, apartándose el pelo mojado de la cara–. Sin duda no hay nada en la ciudad de Florencia que pueda interesar a una artista.

Christopher: ¿Arte? –le espetó, pronunciando la palabra como si fuera un vocablo en una lengua extranjera desconocida para él. Ladeó la cabeza y la miró de un modo arrogante–. ¿Estás segura de que ha sido el arte lo que te ha hecho salir a la calle, María, y no algo más prosaico?

Dulce: Tal vez lo que ocurre es que tú no te interesarías jamás por un cuadro a menos que sea como una inversión, para colgarlo en tu pared, igual que la vista del Duomo que se ve desde tu apartamento –le respondió antes de poder contener su lengua–. Para tu información te diré, y quizá esto te sorprenda, que hay gente en el mundo que cree que el arte debe estar en las plazas y los museos en vez de escondido en la colección privada de un ricachón.

Christopher: Perdona que no esté a la altura de lo que esperas de un hombre – respondió entornando los ojos–. No tuve demasiadas ocasiones en mi infancia de aprender a apreciar el arte. Me preocupaba más sobrevivir en el día a día. Claro que no querría quitarte el placer de sentirte superior a mí porque eres capaz de diferenciar el estilo de un escultor del Renacimiento del de otro. Estoy seguro de que ése es sólo unos de los muchos talentos útiles que posees.

Por Amor & VenganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora