Capítulo 72

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Un gemido ahogado escapó de los labios de Blanca, y Dulce esperó a que la invadiera la ráfaga de furia que solía apoderarse de ella cuando Santiago insultaba a su madre, pero no sintió nada, sólo desprecio.

El hombre con el que iba a casarse acababa de dejarla tirada, y su hermano estaba comportándose del modo más ruin posible con ella. La había tratado así durante años, y ella lo había permitido, porque siempre había pensado que era mejor que la atacara a ella en vez de a su madre, ¿pero qué lo detendría ahora que su padre había muerto? Estaba segura de que pronto atacaría a su madre también, y eso no pensaba consentirlo.

Dulce: Eres un monstruo –le dijo–. No hay ni un ápice de humanidad en ti.

Santiago dio un paso más hacia ella, ceñudo, intimidante, pero Dulce no retrocedió ni se achantó. ¿Qué podía hacerle que la hiriera más que la traición de Christopher? ¿Amenazarla? ¿Golpearla?

Santiago: Deberías cuidar tus palabras, hermana –masculló, casi escupiendo las palabras.

Hermana... Él nunca se había comportado como un hermano; ni siquiera cuando habían sido niños. Al menos su padre, a pesar de que siempre se había mostrado frío y distante, había cumplido con sus deberes como padre: la había alimentado, la había vestido, se había preocupado de que tuviera una educación.

¿Qué había hecho Santiago para merecerse el apelativo de «hermano»? Ella nunca le había pedido nada, ¿pero cuál había sido su respuesta cuando le había dicho que necesitaba disponer de su fondo antes de lo estipulado para ocuparse de su madre? La había obligado a humillarse, la había utilizado para sus propósitos.

Dulce: No me llames hermana –le dijo, sintiéndose más libre que nunca al pronunciar esas palabras–. Tú nunca te has comportado como un hermano conmigo.

Santiago: ¿Cómo te atreves a...? –comenzó, pero ella le dio la espalda, girándose hacia su madre.

Blanca, era hermosa y llena de vida, era una pálida sombra de la mujer que había sido, frágil y quebradiza. Era la única que de verdad se había preocupado por ella; se merecía que luchara por ella, le costara lo que le costara.

Dulce: Madre –le dijo en una voz áspera que no parecía la suya. Claro que lo cierto era que en ese momento casi se sentía como si estuviera en el cuerpo de otra persona–. Voy a quitarme este vestido y luego nos iremos de aquí.

Blanca: ¿Pero dónde iremos? –inquirió su madre en un hilo de voz, como una niña.

Santiago: Las dos irán directamente a nuestra casa en Salzburgo –intervino furioso–, porque de no hacerlo las trataré como lo que son, parásitos, y les cortaré el grifo. ¿Me han oído?

Dulce: Haz lo que tengas que hacer –le respondió con indolencia.

Él la agarró por el brazo, clavándole los dedos en la carne.

Santiago: ¿Y dónde van a ir? –le gritó–. ¿Piensas volver a tu patética existencia en Canadá? No eres más que una inútil, igual que tu madre. ¿De qué van a vivir?

Dulce: Prefiero llevar una existencia patética a ser como tú –le espetó, soltándose de un tirón, con una fuerza que los sorprendió a los dos.

Santiago: Los dos sabemos que volverás arrastrándote hasta mí dentro de un mes y me suplicarás –le dijo cuando ella lo rodeó para dirigirse al vestidor–. Y no pienses que entonces seré tan generoso como lo he sido todo este tiempo.

Dul se detuvo y giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro.

Dulce: Créeme, conozco muy bien los límites de tu generosidad –le dijo sarcástica.

Él soltó una risotada desagradable.

Santiago: ¿Y cómo piensas que van a sobrevivir?

Dul lo miró, sabiendo que aquélla era la última vez, que no volvería a verlo jamás, y en medio de todo el dolor y la zozobra que sentía, un destello de esperanza brilló en su interior.

Dulce: Sobreviviremos, te lo aseguro –le dijo–, y no gracias a ti.   

Por Amor & VenganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora