Capítulo 39

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Estaba frente a mí, con los ojos cerrados, la boca entreabierta, las manos juntas contra su pecho y el peso entero de su cuerpo cayendo sobre su brazo izquierdo

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Estaba frente a mí, con los ojos cerrados, la boca entreabierta, las manos juntas contra su pecho y el peso entero de su cuerpo cayendo sobre su brazo izquierdo. Nadia estaba durmiendo tan cerca de mí que, si quería, podía rodear su cintura con uno de mis brazos, acariciar su rostro con una de mis manos o simplemente darle un beso con mis labios. No lo hice. Preferí mirarla durante una hora entera; sus labios resecos, su pequeña cicatriz a la altura de su coronilla y unas ojeras oscuras debajo de sus ojos. Detalles, imperceptibles para muchos y valiosos para mí.

Una vez que conseguí conciliar el sueño, empecé a soñar. Vi el interior de una casa y reconocí inmediatamente que se trataba del de mi abuela. Las ventanas cerradas, las cortinas bajadas y las luces apagadas. Quien sea que entrase se retraería ante la intensa oscuridad, el preocupante silencio y la desolación de cada uno de los rincones de los cuartos. Me vi solo en una esquina de las paredes, supuse que era mi abuela quien se estaba yendo, pues había abierto la puerta de la casa y los rayos intensos del sol colándose por la abertura no me permitían ver su rostro probablemente pálido. Me dijo que no la esperase, que llegaría tarde, que fuese a dormir. Abandonó la sala, cerró con llave y me dejó solo, en la oscuridad. De pronto, con la respiración agitada, empecé a ver destellos de luz. Luciérnagas. Cada una con su vuelo lento, débil y triste. Iban sumándose entre cada destello, hasta convertirse en una masa que iluminaba la casa entera. Estaba vacía, y en el resto de las esquinas me volvía a ver a mí mismo, abrazado a mis piernas, con un brillo de esperanza en los ojos. Entonces las luciérnagas se apagaron y de ellas resurgió mi madre. Vestía un vestido negro pegado al cuerpo y sostenía un fusil en la mano. Mi corazón se aceleró. Me apuntó, cargó el arma, se acercó, a pasos agigantados.

—¡Sebastián! —gritó una voz.

Me incorporé rápidamente y me giré hacia la dueña de aquel llamado desesperado. Estaba transpirando y a penas conseguía respirar con normalidad.

—Perdón—alcancé a decir mientras me llevaba una mano al corazón.

Otra pesadilla más.

—¿Qué pasó? —me preguntó Nadia, mirándome con preocupación.

—Nada. No... no te quise asustar—me giré hacia ella, intentando sonreír—. Ni preocuparte.

—Cualquiera se preocuparía—aclaró, levantándose de la cama.

—Por supuesto—me reí, alcanzando mi celular para revisar la hora.

Eran las ocho. ¿En qué momento había dormido tanto? ¿Cuánto duró en llegar aquella pesadilla a mi mente? ¿Qué fue lo que la retuvo?

—Es tarde—comenté, sorprendido.

—Podríamos haber dormido por más tiempo si no hubieses empezado a transpirar como un rugbier—me señaló con un toque de asco.

—¿Rugbier? —me reí, dándole la vuelta a la cama para acercarme a Nadia.

—No tan rápido. —Retrocedió hacia la puerta del cuarto, mirándome con una sonrisa divertida.

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