SEGUNDA PARTE - CAPÍTULO 28

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SANTA ROSA, LA PAMPA, ENERO DE 2019


El fiscal en lo Criminal y Correccional de la Ciudad de Santa Rosa, Hector Pesce, se entretenía mirando las fotografías de los detenidos para adivinar si el delito imputado hacía juego con sus caras. Era una de sus habituales formas de relajarse y de pensar en algo que no fuera estrictamente el expediente que tenía delante de sus narices. Oriundo de la capital de la provincia de La Pampa, Pesce era todo un autodidacta confeso. Calvo, con su metro noventa a cuestas, estaba pronto a jubilarse a pesar de que la edad no había hecho mella alguna en su imponente presencia física. Tenía toda una vida dedicada al servicio de la investigación criminal y si bien sus facciones habían decaído un poco, conservaba un buen aspecto y todavía lucía como si pudiera dominar a cualquiera que se le pusiera enfrente. Si alguna vez supo tener alguna pátina de refinamiento, esta había desaparecido por completo con el transcurso de los años. Sus ojos, nunca quietos, denotaban una mirada fría, por encima de las bolsas que se le habían formado.

El iris, de un azul helado, tenía un reborde gris que imponía temor y reverencia por igual.

El fiscal poseía una personalidad enrevesada, producto de una historia personal que lo aquejaba permanentemente. A menudo desconfiado y otras tantas rencoroso, formaba parte de esa clase de personas que, a modo de defensa, se creían los dueños absolutos de la verdad y de la justicia, sentimiento que despertaba continuamente en él un tenaz resentimiento hacia quienes podían vencerlo. Se debatía insistentemente en la idea de que no podía perdonar a un criminal por un hecho que él mismo era capaz de cometer y esa especie de lasitud lo consternaba. Era una persona atribulada, un ser humano con pocas posibilidades de redención. En los ámbitos de su vida no dejaba espacio a su alrededor y trataba de imponerse todo el tiempo, aún cuando le costaba reconocer que, en muchas ocasiones, le gustaría a él, ser él, de otro modo.

Otro lobo.

El caso que tenía entre manos lo obligaba a replantearse si quien padece una enfermedad mental tiene también capacidad para ser juzgado y defenderse en un juicio. En el ámbito penal, no era ni más ni menos que el derecho de todos los acusados de entender plenamente los hechos que se les imputan, el delito del que se los acusa y las consecuencias jurídicas que se derivan de sus crímenes. Sabía de sobra que los límites entre la locura y la cordura no son matemáticos o siquiera discretamente fijos. Eso era lo que estaba por discutir esa mañana con el abogado defensor de la acusada de tentativa de asesinato y lesiones gravísimas, en el despacho del juez Rubén Sella.

Una colección de códigos y libros de Derecho Penal y de Derecho Procesal Penal decoraba los estantes de vidrio de la pared ubicada detrás del sillón del juez, quien, en mangas de camisa, tomaba parsimoniosamente una taza de té con limón. Los tres se conocían desde hacía muchos años y eso les permitía dejar de lado cualquier tipo de formalismo en el trato.

-Mi defendida padece de un rebrote de una enfermedad que afecta su pensamiento y sus emociones, así como interfiere drásticamente en su conducta y en sus percepciones. Tiene a menudo delirios y alucinaciones, oye voces interiores y por supuesto ha perdido todo contacto con la realidad, razón por la cual solicito suspender el trámite del juicio de inmediato hasta tanto ella recupere su capacidad psíquica y procesal -argumentaba con firmeza el defensor oficial, Saúl Sackman, con relación a la supuesta esquizofrenia que padecía la acusada.

-¿Qué argumentos avalan tu posición? -preguntó el juez.

El defensor hundió las manos en sus bolsillos pero las quitó de inmediato. No quería dar aspecto alguno que pusiera en dudas su concentración en la conversación.

NOVIEMBRE ASTILLADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora