CAPÍTULO 29

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SACKMAN


Desde hace muchos años, tengo la costumbre de llegar a la Defensoría Oficial a las siete de la mañana, ya que a esa hora nadie ni nada me molesta. No importa si fuera invierno o verano, con sus climas extremos. Bien temprano, logro concentrarme en la lectura de los documentos mucho mejor y pensar con mayor lucidez. Siempre predecir los desenlaces resulta algo materialmente imposible y pensarlo en el expediente que tengo frente a mis ojos, más, pienso mientras garabateo apuntes en un bloc de hojas tamaño oficio. Me llamo Saúl Sackman y soy abogado defensor oficial de pobres y ausentes. Tengo una contextura baja y tez algo cetrina, con una nariz ondulada que hace juego con los ojos encapotados, lo cual me da un constante aspecto de somnoliento el cual, años atrás, era blanco de cargadas de mis compañeros. Sumado al hecho que rara vez bromeo y siempre hablo con una gravedad mesurada, intentando que cada palabra lleve su propio peso, generalmente inspiro confianza en quien me escucha.

Tracé bruscamente una línea horizontal sobre el papel y suspiré antes de hacer girar el viejo y desgastado  sillón negro, tan a tono con la opacidad de mi oficina. Era un antiguo hábito que uso cada vez que analizo las alternativas de estrategia defensivas a mi alcance y no llego a ninguna conclusión. Lo más preocupante en el juicio que me ocupa es el hecho de que no tengo alternativas de defensa para esgrimir en favor de la acusada, con excepción del pedido de suspensión del proceso por razones de salud mental. Lo que hizo fue terrible, eso estaba claro. De lo que no tengo ninguna duda es que lo había hecho en un momento de locura, de debilidad, si bien ello no la definía enteramente.

Recordé el juicio del guardia del instituto psiquiátrico de la ciudad al que tuve que defender dos años atrás. El hombre, interesado en la muerte de uno de los internados que lo burlaba y lo maltrataba constantemente, le indicó a otro de los enfermos mentales -que odiaba al interno- dónde se encontraba este y liberó la zona. El enfermo elegido por el guardia le destrozó la cabeza a golpes con un palo de amasar que había robado de la cocina. En dicha ocasión, el electroencefalograma del guardia instigador no reveló cambios ante palabras de alta carga emotiva, a diferencia de lo que ocurre con el resto de los seres humanos supuestamente normales. Por el contrario, puso de manifiesto la fría empatía y la capacidad que tenía el guardia de entender las emociones sin emocionarse, de manejar con eximio dominio las situaciones. Sus rasgos psicopáticos fueron la clave del autocontrol en momentos de extremo nerviosismo. La tesis sustentada por la fiscalía aquella vez fue provocadora, urticante, generando la duda en el juez, ya que con mucha sagacidad desdibujó la delgada línea que separa a los buenos de los malos a fin de no considerarlo inimputable. Pero lo más traumático e interesante del asunto fue que indujo a todos los intervinientes en el juicio a pensar sobre su propio lugar en ese territorio inquietante.

Entre ellos, a mí.

El juez Sella, antes de expedirse sobre mi solicitud de suspender el proceso, había ordenado de urgencia un peritaje psiquiátrico que arrojó conclusiones desfavorables para la acusada. Yo estoy convencido que los peritos médicos muchas veces distan de ser objetivos y hacen gala de su habilidad para adaptar los hechos a conclusiones erróneas, dependiendo de su pertenencia a determinada escuela para avalar sus opiniones. La formación, los valores, la edad, la ideología, las preferencias personales y la propia experiencia de los peritos constituyen aspectos que inevitablemente condicionan sus respuestas. Lo peor, a mi criterio, es que los peritos médicos en muchas ocasiones rinden culto a lo hipotético por sobre la verdad de los hechos ocurridos. Las interpretaciones delirantes de los criminales reiteradamente se subliman en la persona de las víctimas. Lo real y lo simbólico terminan confluyendo. La muerte invariablemente conserva su cuota de castigo y, sobre todo, de justicia divina, y por lo tanto no resulta terrible en sí misma, repetían a menudo los acusados; lo que la vuelve terrible, en todo caso, era el pánico a lo que viene después. Pero como el más allá no existe, ya que no puede ser pensado, el verdadero infierno se encuentra en este mundo.

NOVIEMBRE ASTILLADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora