CAPÍTULO 30

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PRINCIPIOS DE MAYO de 2018


Llegaron de un tirón a la ciudad de Mendoza el jueves a media tarde en la camioneta de él. Las razones diurnas del viaje obedecieron a cuestiones netamente profesionales, ineludibles e impostergables. 

Las nocturnas eran otras.

Llega un momento en la vida de todo hombre en que debe tomar una decisión que marcará el camino de su porvenir para siempre. Es en esa suerte de encrucijada en que se opta por aquello que no se sabe dónde finaliza. Tal vez la elección empuje al moderado consuelo de los recuerdos, al abrazo partido envuelto en los colores de las banderas a las que todos de alguna u otra manera pertenecemos. Uno no puede omitir en su presente el paso del tiempo y olvidarse de lo que ha terminado, aun cuando no se sabe bien dónde y cuándo termina. Estaba enteramente enamorado de ella tanto como de sí mismo.El sinuoso camino de la opción, el que produce ampollas en los pies a medida que se lo transita, el que con frecuencia fenece en el precipicio o vuelve al punto de partida. En silencio, recordó aquella vieja idea de Borges con relación a que si uno alguna vez tuviera la certeza de que iría a morir un lunes, sería feliz los martes y los miércoles, los sábados lo derrumbaría la obsesión y los domingos estaría paralizado por el terror. Cualquier semejanza con la esencia del amor que sentía no dejaba de ser una inconveniente coincidencia.

Además, hoy era viernes.

Paloma estuvo de acuerdo en acompañarlo en el viaje, pese al cúmulo de trabajo que tenía pendiente en Bariloche. Necesitaban hablar y, de manera unilateral, se necesitaban mutuamente. Las circunstancias transitadas en los últimos tiempos determinaban que ninguno de los dos era completamente libre para forjar sus destinos. El espacio en el que habitaban se estaba tornando sinuoso y requería de nuevas promesas y lealtades.

Por la tarde, caminaban por los jardines de la esplendorosa posada situada a diez kilómetros del centro de la ciudad y a cinco del circuito del vino, que tanto le gustaba a él recorrer. El colorido de los árboles y de las plantas y el pasto cortado para favorecer las diferentes tonalidades del verde, brindaban una cálida sensación de sosiego.

-¿Qué será de nuestras vidas? -preguntó Paloma.

-Sabes perfectamente bien la respuesta -le respondió rotundo, mientras le tomaba la mano- Hace dos años y medio que estamos juntos. Y desde que dejé a Bárbara, siento que nos sacamos un gran peso de encima. La doble vida me estaba matando y ya no aguantaba más vivir con mi mujer, si bien reconozco lo difícil que resulta tomar la decisión.

-Nada en la vida es fácil cuando se trata de los sentimientos -dijo ella, lacónicamente, mirándolo caminar a su lado con la frente en alto, su figura imponente, su presencia jamás inadvertida. Recordó la sensación de inmovilidad que sintió cuando lo vio por primera vez en persona, al día siguiente de haber comenzado a trabajar en el estudio jurídico.

-Fueron muchos años de matrimonio, estériles en su mayoría, es cierto, pero imposibles de borrar de un día para otro.

-Debe ser por la sensación de culpa -acotó ella. Era evidente que estaba a la defensiva, aunque no lo demostrara abiertamente. La intangible presencia de Beltrán acudió de repente a su cabeza y su propia reacción hizo que tuviera miedo de que la delatara; una extraña premonición la alertaba acerca de las posibles sospechas que pudiera incubar quien caminaba a su lado.

-Ninguna culpa -respondió tajante con el envanecimiento que lo caracterizaba- Todas las situaciones tienen su tiempo y el nuestro, con mi mujer, hacía rato que se había agotado. Por suerte, tanto es lo que vos me gustas.

Ella no dijo nada, convencida de que era muy complicado poner la existencia de las personas en palabras. Las buscaba para intentar decir lo indecible. En ese borde de lo inefable pretendía encontrar el puente para conectar aquello que temía reconocer y expresar. Tal era la densidad de la experiencia que la sorteaba en la relación con él, que comenzaba a entender que de a poco asistía a la parodia de aquellos que sólo consiguen ser ellos mismos, solos por las madrugadas.

Volvieron demorados, tomados de la mano. La habitación que compartían en la planta baja del ala izquierda de la posada estaba decorada en tonos oscuros y los muebles, incluida la cama de dos plazas, eran de hierro forjado. Mientras Paloma se secaba el pelo en el baño, él, únicamente cubierto con una toalla, estaba tirado entre las sábanas livianas, observando algunas fotografías de viajes anteriores hechos por los dos. En cuanto terminaran de arreglarse y de vestirse, irían a comer.

La pequeña isla de San Andrés en el Caribe colombiano tenía una serie de playas idílicas y bucólicos paisajes frente al mar, pero no eran su único atractivo. Los sabores y las modalidades de las culturas anglo-antillanas y africanas, la fauna local, el campanario de la iglesia de San Luis -el templo bautista más antiguo- eran retratos de un viaje tan romántico como purificador que hicieron a los seis meses de empezar la relación. Él los estaba evocando con altas dosis de emoción y añoranza en el interior de la habitación.

Vestida solamente con una bombacha negra  con apliques de corazón que le confería un aspecto sumamente sensual, Paloma se peinaba frente al espejo dándole la espalda, exhibiendo su espléndida desnudez. A medida que avanzaba con los recuerdos, él comenzó a percibir la tensión erótica que lo dominaba; ya sin la toalla puesta y concentrado en las fotos desparramadas, exhibía un visaje de admiración hacia ella que lo excitaba con intensidad.

La quería ya mismo.

Agarrándola por detrás, la atrajo hacia la cama con prisa mientras ella recordaba cuántas más veces la había desvestido y pocas la había visto esencialmente desnuda. Una vez acostados, le permitió una atolondrada exploración del cuerpo que ella acalló con un largo beso, para luego masturbarlo con suma habilidad, primero con la boca y luego con las manos, hasta que él se corrió mientras ella fingía de alocado placer. Engañado y satisfecho, fue a ducharse.

Luego, de nuevo el juego de las fotos.

Minutos después, la angustia y la desolación abrumadora, y sobre el final, la sábana que cubría los cuerpos delineaba un surco rojo justo allí donde la daga se encontraba metafóricamente hundida entre la piel y el resto del alma de Paloma.

NOVIEMBRE ASTILLADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora