CAPÍTULO 39

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RECEN POR MI

Quedaron en encontrarse en el bar del Hotel Intercontinental de San Telmo a las doce del mediodía del día siguiente. Por la mañana temprano Beltrán concurrió a una oscura oficina del Servicio de Inteligencia del Estado ubicada sobre la calle Mármol, en el barrio de Almagro, en donde Guido Martin supervisó en persona la colocación de una mini cámara oculta en el capuchón de la lapicera Cross con un diminuto micrófono grabador DVR de altísima fidelidad y nula detección.

Lo paradójico de lo que estaba por suceder ese día era que la situación de Beltrán estaba completamente alejada de la idea de héroe romántico y paladín de la justicia que podía llegar a suponerse. Para darse ánimos y convencerse de lo que iba a hacer, recordó la charla mantenida con su amigo Tommy quien se mostró a favor de la estrategia que estaba asumiendo ese día. Nunca en su vida había hecho algo semejante, nunca había delatado  a nadie -ni siquiera en el colegio-ni había violado información confidencial obtenida de la otra parte. En lo más íntimo, sentía vergüenza, hasta aversión por su comportamiento, aun sabiéndose rehén de quienes tanta ayuda le brindaron en el pasado.

El agente de la Policía Federal era otra cosa.

No le gustaba en lo más mínimo; había algo en su personalidad y en su aspecto que, al margen de infundir resquemor, lo inquietaba sobremanera. La secuencia por la que transitaban esa mañana se asemejaba bastante a la preparación de un documental sin montaje alguno, que devolvía a las escenas y a los sonidos de uno de los períodos más oscuros del país que todavía parecía instalado en el aparato represivo del estado.

Minutos después de haberse ido de la derruida oficina, todavía sentía los ojos de Martin clavados en su espalda.

Esteban Domínguez se había mostrado impersonal y hasta un poco sorprendido por el llamado de Beltrán, lo cual podía entenderse como algo lógico tras la última conversación mantenida entre ellos. Pese a la frialdad inicial que percibió por teléfono y sin mostrarse demasiado elocuente, el intermediario accedió a reunirse, determinando unilateralmente el lugar y la hora del encuentro.

Arraya arribó al hotel a las doce en punto del mediodía y se dirigió directamente al bar de la planta baja. Luego de esperarlo en vano por espacio de diez minutos sentado en una mesa para dos alejada de la barra, la tensión comenzó a dominarlo. Pese a que el ambiente estaba cuidadosamente regulado, empezó a transpirar, lo cual no era para nada un buen síntoma frente a un tipo como Domínguez. Procuró tranquilizarse y no pensar en la demora del otro, pero le era imposible controlar la transpiración que le recorría el cuerpo. ¿Y si no venía? ¿Y si al fin y al cabo todo resultaba una burda mentira de este hombre para perjudicar a Beltrán frente a su cliente? A lo mejor era demasiado tarde y la operación se había acordado con el abogado de los empleados.

Cinco minutos después se acercó el atildado y refinado maître del salón, quien, de manera cortés le dijo que el señor Esteban Domínguez lo estaba esperando en el spa. Desconcertado, no le quedó otra alternativa que seguirlo por un amplio pasillo alfombrado con motivos persas, que pasaba por un salón de juegos para chicos y por un amplio gimnasio, hasta desembocar en un pequeño vestíbulo con mobiliario de cuero, donde giraron a la derecha. Luego de bajar por una escalera de madera, entraron en un vestuario para hombres de dimensiones reducidas. Dejó las pertenencias y la ropa en uno de los armarios para luego retirar uno de las toallas apiladas cuidadosamente encima de la mesa de plástico. 

Esteban Domínguez lo esperaba en el interior de la pileta climatizada de veinte metros de largo, exclusiva para hombres, a la cual sólo se podía acceder o bien con traje de baño o completamente desnudo, si es que no había otros huéspedes. Qué hábil, razonó Beltrán. Sabía que lo iba a grabar o filmar y por eso lo esperó en la pileta cubierta, previa cita en el bar para no generar sospechas de ninguna índole. Una negativa o la huida intempestiva habría puesto de manifiesto cuál era su verdadero propósito, sentenciando todo intento de negociación en el futuro. No cabía excusa alguna que pudiera esgrimir, ni siquiera un estado gripal o un resfrío, para negarse a ingresar en el agua, por lo que se sacó la ropa mascullando impotencia. Lo único que podía hacer era plantearle de frente el tema y esperar una nueva oportunidad en el futuro.

NOVIEMBRE ASTILLADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora