CAPÍTULO 45

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BELTRÁN


Nunca supe cuántas horas estuve deambulando por las calles de Bariloche sin sentido, ni en qué estuve pensando durante todo ese tiempo una vez que me fui de la casa de Paloma. Necesitaba quitarme un peso de encima, como si me hubiera puesto una mochila para cruzar la cordillera y de repente, esta empieza a lastimarme y ya no me sirve más. Entonces me doy cuenta que jamás cumpliré con aquella máxima que a menudo me proponía en un pretenso comportamiento heroico. Si en verdad existen momentos en la vida en que hay que saber luchar sin esperanza, ya no lucharía más. 

Únicamente yo puedo saber qué camino tomar y donde terminar con mi angustia.

Entré al bar y me senté en una mesa al lado del baño de mujeres, detrás de una columna de cemento blanco. No podía más, no daba más, había llegado al límite, no ya de mis fuerzas físicas, sino de toda certidumbre. Demasiada traición para un solo cuerpo. La claustrofobia emocional me aniquilaba. Sin pensarlo, en cuestión de minutos pasaría a engrosar la lista de tantos desahuciados que el presente desdeñaba traspasando la humillación más básica. Necesitaba hallar una salida y, como epílogo a mi compasión, evoqué los recuerdos más felices  con la piedad que sólo puede dar la memoria, siempre catalizadora de cómo uno advierte la tragedia, de cómo uno se le insinúa. La sonrisa de Olivia en los buenos viejos tiempos, la compañía de mis amigos de toda la vida y la añoranza borrosa de mis padres aparecían en mi mente junto a la porquería del sistema judicial y la puñalada artera de Paloma.Soy consciente que me voy a suicidar. 

Espero, al menos, no salpicar a nadie.

-¿Qué quiere tomar? - me preguntó el mozo dos veces ante la falta de respuesta.

Yo no lo escuchaba ni lo veía, huérfano de toda noción del momento, abstraído en la epifanía que yo mismo componía. Intenté ponerme en la piel nuevamente, pensar en cómo hacer dentro de mis propias limitaciones. No dije ni una palabra. El mozo, incómodo, optó por alejarse por unos instantes.

-Perdón, ¿se siente bien? -inquirió al rato.

-Sí, sí... estoy bien. Tráigame un whisky –le pedí. De repente sonó el celular. Era Tommy. No pensaba ni tenía ganas de atender a nadie y por eso no lo hice. Ni siquiera la llamada pudo postergar mi elección, como tampoco la imagen de mi amigo pudo poner freno a la sensación de lo inevitable -y no metafórico- que tenía oculto en lo más íntimo. Fue un último pensamiento lúcido, momentáneo y precursor, el que me empujó al abismo. 

Voy a decir basta, plenamente consciente de mis miserias.

El mozo dejó el vaso sobre la mesa y en un rápido movimiento bebí el whisky de un solo trago. Ya está. El instante tan temido, tan brutalmente esperado, tan despiadado, ocurrió. Ya habrá turno para la redención; mientras tanto, otro vaso... y otro más.

-Beltrán... ¿Qué mierda estás haciendo?... ¿Enloqueciste de repente? - Lola tomó el vaso y lo llevó hasta el mostrador, pagó la cuenta y le indicó al mozo que nos iríamos inmediatamente de ahí. Me ayudó a pararme con esfuerzo ya que yo estaba completamente fuera de control. El mundo daba vueltas a mi alrededor, la sensación nauseabunda en el filo de la garganta me abrumaba y la felicidad de saber que todo, absolutamente todo, me importaba un carajo, era un redentoria. 

No tenía nada de miedo. Total, el infierno siempre son los otros.


Me contó Lola que dormí durante catorce horas seguidas de tan cansado y filtrado que estaba. Ella finalmente había alquilado un departamento de un ambiente en las afueras de Bariloche luego de conseguir trabajo de vendedora en una casa de ropa de mujer muy fashion. Esa fue la razón del cambio repentino de ciudad. La otra, la de su salida sin despedirse de nadie y en silencio, que tanto lamentaba Tommy, tuvo un solo culpable: yo, quien a pesar de que ella me gustaba mucho, no quise saber nada para no herir a mi amigo enamorado.

NOVIEMBRE ASTILLADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora