CAPÍTULO 19

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LA FOTO MÁS TEMIDA

A solas en su despacho, la jueza Esther Lamas observaba los picos nevados de la cordillera a través del ventanal que daba a la plaza central de la ciudad de Bariloche. Su personalidad, cambiante, a la vez era desconcertante. Generosa en extremo con quien creía que debía serlo (pocos) se transformaba en una mujer dura cuando se calzaba los anteojos de leer y miraba por encima el marco, bajando el mentón y subiendo las cejas.

Graduada en la Universidad Nacional del Sur y doctorada en Ciencias Jurídicas, Lamas poseía una larga carrera judicial, empezando a trabajar como meritoria antes de recibirse de abogada, para luego ser designada Secretaria y finalmente Jueza del Tribunal Número I del Trabajo.

Volvió la vista hacia su escritorio y se pasó la mano por la frente, en un típico gesto de ella cuando estaba por atravesar un momento difícil, simulando una calma que de ninguna manera sentía. Hablaba para sí en tono impertérrito, para nada condescendiente, condicionada por las debilidades que la gobernaban. En los últimos tiempos se hallaba dominada por el aislamiento al que ella misma se sometía, al desamparo y a la orfandad que comenzaban a transformarse en un estado mental doloroso y paralizante.

Debía huir del laberinto que ella misma había construido, por el mismo lugar por el cual entró.

A su pesar, desde que los cincuenta años se volvieron visibles, comenzó a entender su vida como si fuera una espectadora imparcial, a vislumbrar los logros y los sinsabores desde otro plano, como una película discontinua en blanco y negro siempre en curso. En el fondo de sí misma no se engañaba, ya que sabía cómo fueron y cómo podrían haber sido las cosas, con y sin condicionamientos. Siempre tomó decisiones complicadas y esta no tenía por qué ser la excepción. 

La diferencia, en todo caso, radicaría en el costo que esta vez tendría que pagar.

En las últimas semanas su trabajo se había transformado en una pesada carga difícil de sobrellevar; una vaga sensación de depresión concomitante la invadía. Se recompuso en su asiento y súbitamente le pareció que todos los objetos, la toga, los libros, el diploma, la bandera, tenían un sentido de pertenencia; su impronta de jueza, su autoridad como órgano del poder estatal que portaba la mágica decisión de impartir justicia, de dar a cada uno lo que en derecho le corresponde, sin tabúes ni prejuicios, parecían resplandecer en el despacho.

La secretaria tocó la puerta y ella la hizo pasar.

-Llegó el juez.

-Dígale que pase.

El juez Horacio Díaz Santillán, otro de los miembros del tribunal y presidente de la Asociación de Jueces, era alto, delgado y morocho. De intensos ojos negros, la barba entrecana y la nariz aguileña le daban aspecto de senador romano. Una hora atrás había estado conversando con la mano derecha y principal operador político del gobernador de la provincia.

Habló sin tapujos.

-Esther, no tenemos más margen de tiempo. Debemos dictar sentencia a favor de la Acería Río Negro en el conflicto que mantiene con los trabajadores.

Creada en la década de 1960, la fábrica de acero funcionaba en la localidad de San Antonio Oeste, como una sociedad anónima con participación provincial mayoritaria. Quebrada económicamente, la provincia tuvo que despedir a la mayoría de sus empleados por falta de trabajo. Estos últimos pedían que se declarara nulos los despidos y se les permitiera volver  de inmediato a sus trabajos. Meses atrás, el sindicato había acordado con la empresa que no hubiera despidos por doce meses, pero esta última violó lo pactado en el acta sin dar explicaciones. Lo traumático de la cuestión era, como siempre, la paradoja argentina.

Nada de lo que resolviera el tribunal era ajeno a la política, que, a menudo, decidía a sus espaldas.

Lamas lo escuchaba en una suerte de silencio reflexivo, a la par que enderezaba la espalda y cernía los dedos sobre la mesa de reuniones. No quiso interrumpirlo, a la espera de la siguiente afirmación, cual juego de ajedrez entre dos expertos en lecturas de los silencios y del lenguaje gestual.

-Lo que decidas vos es clave para los grupos económicos privados interesados en comprar la fábrica de acero -concluyó juez.

-¿Qué opina Peñalba? - preguntó la jueza en referencia al tercer miembro del tribunal, habitual chupamedias y títere de Santillán.

-No puede votar en este expediente por que trabajó años atrás como asesor legal de la fábrica. Por eso decidís vos, Esther. Si no me acompañas en el voto a favor de la provincia, deberá votar el presidente del tribunal número dos para desempatar, quien apuesta a pleno por la oposición al gobernador actual. Además, sabes que me odia.

¿Y quien no? pensó ella.

-Estuviste con Beiderman – dijo ella a continuación.

-Si, hoy más temprano.

El operador del gobernador se caracterizaba por la destreza de permanecer en las sombras de la actividad, influyendo decididamente con su experiencia y con su certera visión de los acontecimientos en los personajes más importantes de la política. Manejaba el poder con esa confianza que exhiben aquellas personas que no deben demostrarlo porque simplemente lo tienen y lo usan.

-Uno de los alcahuetes de turno del gobernador estuvo de gira por tribunales la semana pasada para tantearme sobre este tema. Lo saqué carpiendo.

- Lo sé, pero tenes que entender la urgencia de la situación. No hace falta que te diga los esfuerzos que está dispuesto a realizar el gobierno provincial, aún el nacional, si nosotros les damos una mano. Me consta que hasta el presidente de la Nación está preocupado por este tema.

Inclinada sobre su escritorio, envuelta en un silencio hondo como el que rodea la plegaria de los sacerdotes, el mentón filoso apoyado sobre una mano y la cabeza echada levemente hacia adelante por el peso de los hombros, Lamas percibía de su interlocutor el ansia viscosa y perversa del asesino que disfruta de hundir la navaja en la herida de su adversario hasta que empieza a desangrarse. No era santa de devoción de Santillán, eso estaba claro. Como también lo era el hecho de saber que ella no estaba en condiciones de resistir un archivo. 

Como dijo el poeta, cuando el pasado duele, es porque no hay dudas.

-Horacio, me parece que el gobierno va a terminar apagando el fuego con nafta. De cualquier manera lo voy a pensar y lo volvemos a hablar en estos días.

-Te repito que no hay mucho más tiempo.

-Sí, lo sé- respondió escuetamente dando por finalizada la conversación.

Cuando el otro se retiró, la jueza comenzó a percibir la máscara exterior que se colocaba frente a los justiciables, la que muchas veces le permitía dominar la tensión que la maniataba. Solo que en esta oportunidad, la máscara no coincidía en absoluto con sus facciones. El encuentro le abría muchas preguntas sobre el porvenir,  sobre el brillo de los días ausentes que avecinaba, sobre los interrogantes que los entramados presentan. 

En especial, sobre la comodidad del presente o el destello de lo perdido.     


NOVIEMBRE ASTILLADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora