Capítulo 9 parte "b"

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El doctor Albert Andrew era graduado de John Hopkins, universidad académica y de investigaciones número uno de los Estados Unidos y también una de las más importantes en todo el mundo.

Su labor medicinal era altamente reconocida, y por lo mismo, cuando un caso complicado se le presentaba, ponía todo su empeño para encontrarle solución, pero el que tenía en manos era especial, y no sabía cómo confrontarlo.

Su esposa Annette, hermosa mujer de cabellos castaños muy claros, de ojos grises y también colega de su misma institución, lo había estado observando toda la noche que aquél se la pasara de insomnio y muy pensativo.

Esa mañana de lunes, el matrimonio médico dejó su hogar muy temprano y en silencio para llegar a la clínica.

El rubio doctor, mientras llegaban sus citas, se encerró en su consultorio; y su esposa le llevó una taza de café a su oficina, volviéndolo a encontrar revisando una y otra vez los análisis que tenía en la mano.

Sin decirse mucho, la doctora Andrew se acercó a su esposo; y después de entregarle su bebida caliente, le dio un beso en los labios y lo dejó nuevamente a solas para empezar el día cada quien en sus respectivas actividades.

Eran alrededor de las 11 de la mañana, cuando el turno de la señora Walker/Grandchester, finalmente llegó, pidiéndosele a Candice pasar al consultorio.

Adentro, conforme la rubia aguardaba por el médico, también se percataba que los minutos pasaban y éste no llegaba. Por consiguiente, se levantó de su asiento y comenzó a recorrer el lugar pintado de blanco y decorado con grandes reconocimientos otorgados al ginecólogo experto.

Minutos pasados, ella regresó a la silla y se sentó, tomando del escritorio un portarretrato para observarlo con detalle.

Al centro, había una imagen del doctor y su esposa. A los lados de ellos, dos simpáticos pequeños que eran muy idénticos, pero claramente se notaba la diferencia de edades entre ellos. Todos posando muy sonrientes.

Traicioneramente, la rubia sintió un poco de envidia de aquel matrimonio, el cual transmitía, a través de esa simple fotografía... su felicidad.

No obstante, ella dejó a un lado su mal sentimiento para hacer una sonrisa seca y soltar un pujido irónico al recordar lo que el suyo era y mayormente con la noticia que le acababan de dar, bueno, a su esposo.

Interiormente, Candice pidió con fervor no haber logrado concebir y así, tener las armas necesarias para exigir el divorcio.

En eso, el ruido de la puerta, la hizo dejar rápidamente tanto su pensamiento como el marco aquel que sostenía en manos para girarse y encontrarse con los ojos azules del galeno, quien además le dedicaba una sencilla sonrisa.

— Buenos días — saludó el doctor acercándose para ofrecerle su mano.

— Buenos días — respondió ella aceptándola.

— ¿Cómo ha estado? — preguntaron con amabilidad.

Candice, viéndolo ocupar su asiento detrás del escritorio, tuvo que mentir.

— Bien, gracias.

— Qué bueno. Ya tenemos los resultados — se enseñó los documentos.

— ¿Y bien? — ella quiso saber.

— Señora Grandchester — dijo él apoyando sus brazos en el mueble para mirarla directamente.

— ¿Pasa algo, Doctor?

— Sí; y lamento mucho ser yo quién tenga que darle esta noticia.

— ¿De qué se trata?

— A pesar de ser uno de los casos poco comunes, basándonos en su complexión delgada —, la señaló, — y debido a que la desnutrición es una de las causas principales... hemos detectado que... sufre hipoplasia uterina.

Castillo de MentirasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora