PRÓLOGO

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"Solo muere quien es olvidado, y yo creo
que a mí me van a recordar".Zulema Zahir.


La discoteca está llena hasta los topes, es la noche de San Juan y muchos jóvenes de la alta sociedad se han reunido aquí para celebrarlo. Entre tanto joven llego a ver algún que otro hijo de famoso obsesionado con que nadie le saque fotos para que no sean publicadas después en las revistas del corazón. Me hago paso entre la gente, me mimetizo con ellos, llego hasta la barra y pido un gin tonic que no tomaré, odio el alcohol. La camarera me atiende en seguida y me trae la bebida.

 —Invita la rubia que está dándolo todo en la pista —me informa, señalando disimuladamente con la mirada a la persona a la que se refiere. 

La camarera continúa con su trabajo y yo, con la copa en la mano, me vuelvo disimuladamente en busca de la rubia. No es difícil dar con ella, hay un grupo de chavales a su alrededor comiéndola con los ojos mientras la chica se pavonea delante de ellos como un objeto de deseo. Me asquea y tengo que hacer un verdadero esfuerzo de contención para que no se me note en la cara. Sin soltar la copa, empiezo a caminar hacia ella, zigzagueando entre esos chicos, la mayoría mucho más altos y corpulentos que yo, pero todos unos idiotas que no ven más allá de sus narices. A lo lejos distingo a la canija y le hago un gesto con la cabeza, lo justo para que solo ella lo note y comience el juego.

Las piezas empiezan a moverse según como lo mando en este improvisado tablero. Me vuelvo de nuevo para mirar a Laura y hago como que bebo, aunque solo me mojo los labios. La niña, que permanecía atenta a mi indicación, se pone en marcha en seguida, sale de la barra pidiéndole a una compañera que la cubra mientras va al baño, y se marcha sin ser vista por la puerta de atrás del local, donde el segurata ya no debe estar porque una inglesita muy refinada se lo está tirando en su coche. O al menos, así me lo comunica la portuguesa desde el pinganillo que llevo en mi oído, perfectamente oculto por mi pelo suelto.

Cristina, tan rubia como la chica de la pista, ya ha llegado hasta a ella y se ha puesto a bailar, captando en seguida la atención de estos babosos. Es el momento. Sorteo a los tipos que me encuentro en el corto camino que hay hasta la chica y me choco con ella accidentalmente, derramando mi bebida en su bonito vestido negro con lentejuelas.

 —¡Ay, lo siento mucho! ¡No te había visto! —me disculpo y saco en seguida un pañuelo de mi bolso de mano para limpiar el vestido.

 —¡Mi vestido! ¡Era nuevo! ¡¿Es que no ves por dónde vas?! —se queja ella, histérica.

 —¡Lo siento, de verdad! ¡Vamos al baño y te ayudo a limpiarte!

 —¡Quita! —me aparta la mano de malas maneras— ¡No necesito tu ayuda, estúpida!

Lanzo una rápida mirada a la canija, que aunque sigue bailando para distraer la atención de lo que ocurre entre la chica y yo, está totalmente atenta a nosotras. No hacen falta palabras ni gestos, sabe lo que tiene que hacer. Se cansa de bailar, los chicos se quejan con un simple "ooh" y Cristina empuja con disimulo a la rubia para que me siga.

 —¡¿A dónde me llevas?! —sigue quejándose ella.

 —¡A limpiar tu vestido! —continúo con la farsa— ¡No puedes llevarlo así! ¡Está empapado!

Finalmente parece que consigo convencerla y se deja guiar. Cristina nos sigue con cierta distancia para no llamar mucho la atención y, en el último momento, cambio de dirección, llevándola a la puerta trasera por donde salió antes Laura.

 —¡Por aquí no es el baño! —indica la chica, que es más espabilada de lo que pensaba.

 —¡Sí, sí lo es! —le miento— ¡Solo estás desubicada por el alcohol que has bebido! Cazzo... —mascullo sin que me oiga.

La fiesta continúa en el local, la música sigue sonando a todo volumen, los camareros permanecen distraídos con su trabajo, y nadie se percata como dos desconocidas se llevan pacíficamente a una joven millonaria, borracha y que no sabe de los peligros que esconde la vida, hasta la salida trasera de la discoteca. Una vez nos encontramos fuera, saco el otro pañuelo de mi bolso de mano, de color blanco en vez de lila como el anterior, para saber distinguirlos.

 —Ya estamos fuera, ¡ven! —avisa Laura a Caterina por el pinganillo al vernos.

 —¿Dónde estamos? —pregunta la chica, tambaleándose y aturdida— Esto no es un baño, es un callejón.

Sin darle tiempo a más, tapo su boca y nariz con el pañuelo impregnado de burundanga. La chica se resiste y patalea y Cris tiene que ayudarme a sofocarla. En cuestión de segundos, pierde el conocimiento y Laura se incorpora para ayudarnos a llevarla hasta el final del callejón, donde ya nos espera el Land Rover de Caterina.

 —Astrid, termina rápido, nos vamos —la oigo decir por el pinganillo a Lady Tea.

En menos de dos minutos, la inglesa aparece recomponiendo su pelo y ropa. Entra en el coche y Caterina arranca, marchándonos con tranquilidad del lugar, para no levantar sospechas.

 —Veis como funcionaba —dice Olaya, sentada junto a Caterina, refiriéndose a la escopolamina que consiguió para esta misión—. No se despertará en unas horas, el tiempo suficiente para llevarla a la casa y continuar el plan.

Astrid saca un pequeño espejo y se limpia el pintalabios descorrido a la vez que insulta al de seguridad en inglés.

 —He was a slimy —comenta con repugnancia.

 —Traduce —pide Olaya con ese marcado acento gallego suyo.

 —Que era un baboso —le respondo—. Y eso era precisamente lo que necesitábamos —le indico a la inglesa.

 —De next time folláis vosotras, es always yo.

 —Es lo malo de estar buena, que los trabajos sucios los pringas tú —dice la niña con gracia, que está cacheando a la bella durmiente en busca de su móvil.

 —No te quejes tanto que yo tuve que bailar delante de unos niñatos —le reprende la canija.

En cuanto Laura encuentra el móvil perfectamente escondido en el interior del vestido de la joven, intenta desbloquear la pantalla, pero tiene una contraseña.

 —Mierda —se queja ella.

 —Nao é um problema —interviene la portuguesa—. Yo me encargo de la soluçao.

Pone el coche con asistente automático, cosa que odio porque no termino de fiarme de la avanzada tecnología, y Laura le pasa el móvil. Caterina, con su tablet, accede a un programa hacker y en pocos minutos logra desbloquear el móvil y cedérmelo para continuar conduciendo hasta nuestra cueva de ladronas. Busco en sus contactos el teléfono de algunos de sus padres, lo cuál no resulta difícil porque el primero que me sale es Aaa mamá.

 —Silencio ahora —les pido a las chicas cuando marco la llamada.

Una calma tensa se genera en el coche mientras escucho los tonos. Son las tres de la madrugada de una noche de fin de año, la madre de esta joven no tarda más de dos tonos en descolgar con preocupación.

 —Esther, hija, ¿qué ocurre?

 —Tiene 72 horas para ingresar diez millones de euros en la cuenta bancaria con el número que en unos minutos le llegará en un mensaje, para que lo tenga bien clarito y no se confunda, señora mamá de Esther —digo esto último con cierta burla, provocando la sonrisas de las chicas.

 —¡¿Cómo?! —grita la mujer con una voz tan estridente que me hace separar el móvil de la oreja— ¡Alberto, despierta! ¡La niña!

 —¿Qué ocurre? —le escucho decir al padre de la criatura, somnoliento.

 —¡¿Quién es usted?! —vuelve la mujer a hablarme.

Dibujo una media sonrisa y respondo:

 —Ana Ismi Taipán

La AjedrecistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora