III. No tengo madera de empresario.

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 El lugar era muy lujoso, las paredes eran blancas, los muebles de roble y los lustrosos suelos de madera. Del techo del recibidor colgaba una araña de cristal. Nunca supe por qué le decían así, para mí no se veían como arañas si no como hielo o un hilo de baba. En el suelo de la sala de estar había una alfombra persa con dibujos intrincados. A pesar de ser lujoso todo tenía un atractivo antiguo y hogareño. En la sala de estar había sillones de cuero chester, un televisor enorme, una puerta que te conducía al comedor en un extremo y una escalera amplia, de madera, que trepaba a los pisos superiores.

Dentro estaba calentito, Petra se deslizó del cuello la bufanda roja mientras echaba una mirada al lugar. Sobe tenía unos guantes sin dedos que frotó para entrar en calor, pero no se sacó. Mis manos aún estaban vendadas como si fuera a practicar boxeo, pero aun así tenía algunos dedos visibles y un curioso hubiera podido notar sin problemas todas las quemaduras que tenía.

Embutí mis manos en los bolsillos con indiferencia.

En la casa abundaba una fragancia a tabaco y vainilla, no era el olor de Dante.

Phil continuó charlando con el padre de Dan e inventando un montón de mentiras acerca de la vida estricta y organizada en el Triángulo. Ahora se oía responsable y casi humano.

Sobe se había sentado en un sofá y ya se encontraba desplegando los papeles sobre la alfombra, actuaba como si eso fuera súper normal o como si estuviera en su casa, aunque su casa no tendría hilos de baba lujosos en el techo.

Berenice se bajó la capucha de su abrigo, su cabellera ensortijada se desbordó por los hombros y observó unos adornos sobre la chimenea, pero parecía leer nombres en lápidas. Luego subió las escaleras con lentitud y se perdió en el piso de arriba. Boqueé, sin saber si llamarla o dejarlo pasar, alcé mis manos en el interior de los bolsillos, pero las dejé caer y regresé a los dueños de la casa para notar su reacción.

Nadie había percibido su ausencia ni intromisión.

Dante estaba hablando aparte con su madre, en la cocina. Él le decía que cuando lograran traducir los documentos, tendría que irse pero que regresaría pronto. Estaba prometiéndole que no le sucedería algo peligroso y que no había por qué preocuparse. Ella lo escuchaba con varios sentimientos arremolinándose en su rostro, miedo, decepción, frustración y cansancio. Sabía que no podía impedírselo, como trotamundos estaría metido en ese tipo de cosas siempre.

—Estarás castigado mucho tiempo jovencito —sentencio ella y colocó los brazos en jarras—. Se suponía que venías con nosotros para que aprendieras cómo se manejan las cosas en este mundo ¡Eres un humano! ¿Escuchaste? No un trotador. Te graduarás de la escuela, estudiarás en la universidad y te ganarás la vida honradamente como un humano, no vivirás viajando como un trotamundos, viviendo como un vago.

—No, mamá.

—Tienes que hacerte amigos del internado, no de Triángulo. Olvídate de esa asquerosa isla de hippies. Estás en Londres para alejarte de esos chicos...

—Son mis amigos... —insistió él.

—No te trajimos aquí para que te topes con ellos y te metas en una misión peligrosa ¿Acaso no los escuchas hablar, Dante? Esa gente está loca —su madre sonaba preocupada.

—Así son todos los trotadores, mamá.

—Parece que no saben dónde están parados.

—En una misión a veces dormimos una sola vez por semana. Deben estar agotados.

—Deben estar decerebrados.

—Mamá, los trotadores no se comportan como los humanos, la mayoría son como ellos.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora