II. Nancy Thompson tiene la culpa de todo.

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 Miré de refilón hacia la sala de estar. El fuego engullía las revistas y escalaba por las paredes y el techo, pero todavía quedaba un camino libre hacia una de las ventanas que conectaba a la calle. Una salida. Debía apurarme o la apestosa alfombra propagaría las llamas por todo el suelo

—¡Tú! —me gritó el agente y me volví hacia ellos con el corazón en la boca, traté de que mi brinco no se notara lo suficiente—. Quédate quieto —luego cambió su tono como si al ser amable conmigo lograra una diferencia—, eres un Cerra ¿O no? No queremos matarte amiguito, sólo quédate donde estás. Sabes que no tienes escapatoria, pero podemos hacerlo todo menos doloroso si cooperas —Levantó ambas manos en señal de paz. Parecía que le hablaba a un animal que estaba a punto de engullirlo.

Escudriñé a Berenice, le dije que tenía una idea y que se mantuviera alerta. El hombre interpretó que era muy salvaje como para hablar y creyó que al verla preguntaba por la seguridad de ella.

—Ella también puede salvarse —me aseguró—. No es una trotadora. Sólo queremos ayudarlos y ayudar a gente como ella separándolos de los trotamundos, lo sabes bien. Nadie tiene que sufrir esta noche, tus amigos no sentirán ningún dolor, ni tú, ella se salvará.

—¿Y yo? —inquirió Phil—. Tengo una audición mañana para un comercial de dentífrico y me gustaría asistir. Necesito el trabajo, ya no puedo robarles internet a los vecinos, se dieron cuenta...

El agente no se molestó en dirigirle la palabra. Mientras él hablaba le indiqué a Berenice mis últimas ideas.

—Arrástralos. Por la ventana —repiqueteé mi dedo contra la empañadura de anguis, ella sabía clave morse esperé que reaccionara, finalmente comprendió y asintió.

Me aclaré mi garganta, el humo estaba comenzando a secar mi voz, me costaba respirar. Berenice comenzó a toser, sus ojos lagrimeaban, a veces me olvidaba que no éramos tan fuertes, su tos sonó frágil. Miré alrededor como si cayera en la cuenta de que no tenía escapatoria.

—¿Promete protegerla? —me esforcé para sonar indefenso y adorable.

Algo difícil con la mirada de loco que tenía desde que era el huérfano más odiado en el Triángulo, ese mundo y todos los demás. A sus ojos no era una amenaza, mi estatura era preocupante para un chico de dieseis, tampoco era musculoso como Walton, no tenía vello corporal y cuando hablaba mi voz tendía a fluctuar. Enfundé a anguis, la espada se encogió hasta retornar al tamaño de un anillo.

Bajé la cabeza en señal de rendición pensando:

«Anda, pesca el anzuelo»

Phil me desprendió una mirada incrédula y se apartó de mí como si ya no me conociera, cosa que en parte era cierto porque acababa de conocerlo hace cinco minutos.

La mujer continuaba igual de estricta, tenía tanta utilidad allí como Phil. Ella sacó un artefacto muy parecido a un teléfono celular y llamó refuerzos, comenzó a hablar en otro idioma y dejó de echarnos el ojo.

El hombre sonrió satisfecho por haber realizado fácilmente su trabajo, no tenía alma; no podías encontrar en su mirada empatía, compasión o arrepentimiento como la mirada de un profesor al descalificar un examen. Apoyó sus manos en las rodillas, se inclinó para verme a los ojos, apagó el cilindro y se lo colgó en el cinturón, me alborotó el cabello, rodeó mi mentón con su mano y me alzó la cara para estudiarme.

Él también había bajado la guardia. Era mi oportunidad. Sonrió y me inspeccionó como si fuera mercancía dañada. Mi estómago se revolvió, él quería convertirme en un agente, que dedicara mi vida a matar a mis amigos. La idea me daba ganas de gritar, porque en eso habían convertido a Natalia.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora