II. Un gato montés con escopeta me saca de un apuro.

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Me sentía pequeño dentro del automóvil, como un anillo de boda encerrado en la cajita, con la diferencia de que tenía en mente bloquear un puente y no pedir un compromiso.

Walton además de predecir cosas era bueno manejando, había estado semanas enseñándonos maniobras a Dagna, Petra, Miles y a mí, íbamos a un portal apartado para practicar, pero ninguno había aprendido mucho, había dedicado toda la primera clase a Petra que ni siquiera sabía qué era un volante y luego el resto perdió interés.

Rápidamente alcancé a Phil no fue muy difícil encontrarlo porque no había muchas camionetas en Gales con la cara de Elvis sonriendo a las ocho de la noche. Disminuí la velocidad, si alguien observaba la Hummer hubiera creído que una persona ebria lo manejaba porque avanzaba zigzagueando.

Me obligué a no cerrar los ojos, eso hubiera empeorado las cosas. Aferré con fuerza el volante, mis nudillos estaban abiertos, la venda que me había puesto la enfermera del Triángulo hace dos días estaba destrozada y cubierta de barro. Observé el tráfico, no había nadie por delante. Las cosas estaban calmas.

Miré por el espejo retrovisor. Dos coches oscuros me seguían, las personas que lo manejaban estaban vestidas de traje y su expresión era tan dura como el acero o la chancla de una madre.

Nos perseguirían, ya habían montado suficiente espectáculo con el fuego, ellos eran más discretos, aguardarían a una buena oportunidad. Ya podía ver los extremos del puente recortando el cielo de la noche, me coloqué el cinturón con la mano temblorosa. Hice sonar el CD, que me había dado Phil, para silenciar mi conciencia que me decía que era mala idea. La canción Always on my mind comenzó a reverberar en toda la cabina.

Se echó a llover como si estuviera debajo de una ducha.

Entramos al puente, el río resplandecía abajo como una bandeja de plata lustrada. A mi lado estaba erguida una torre de electricidad.

Suspiré debía tratar, cerré los ojos y giré el volante en su totalidad. El auto comenzó a virar sobre sus ruedas, el olor a caucho quemado me puso nervioso. Hice que se detuviera con una sacudida. Oí bocinazos de las personas que trataban de sortearme, no podían y frenaban haciendo chirrían sus ruedas. Apagué el motor. Y miré los resultados.

Había estacionado el auto diagonalmente en ambos carriles de modo que nadie podía cruzar. La carretera no era ancha, no había manera de que alguien lograra eludir la camioneta, debían llamar a una grúa para que moviera el auto.

Estaban encerrados en la península.

Sentí pena por las personas normales que querrían atravesarlo y llegarían tarde a sus destinos, pero si La Sociedad me atrapaba morirían de todos modos bajo las manos de las Catástrofes... si es que tenían manos.

Yo había creído que eso supondría mucho caos, pero Walton era mejor maestro de lo había pensado. Los bocinazos eran ensordecedores, las luces de los autos me encandilaban y las personas me gritaban vulgaridades para que me moviera del camino.

Si mi madre hubiera estado viva y hubiera escuchado las cosas que le decían a ella y a mí... en fin, de haber podido empujar el auto con insultos me habrían hecho volar a China.

La fila en ambos extremos se expandía cada vez más.

Debía bajarme y alcanzar a Phil. La música seguía sonando y no me molesté en detenerla. Rompí la llave del auto en el cilindro de encendido, nadie podría usar esa cosa.

Miré hacia la derecha donde estaban aglomerados los autos que venían tras de mí. Eran los agentes que me observaban sin sentimiento, uno meneó la cabeza como si estuviera decepcionado. Destruir sus expectativas, tanto como sus planes de secuestrarme, me pusieron de buen humor.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora