II. Soy vencido por un peluche.

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Berenice, Petra y Sobe estaban sentados en unos sillones. Ese lugar era un club nocturno, pero para adultos que querían ver bailar y no deseaban moverse. Especialmente para holgazanes lujuriosos con mucho dinero.

La luz de allí era violeta, las paredes eran de felpudo rojo y el suelo de linóleo negro. Había pasarelas con caños donde chicas hermosas y con cuerpazos que habían creado la palabra candente danzaban con tacones y poca ropa o desfilaban por la habitación. Las mesas estaban dispuestas de modo que pudieras apreciar el espectáculo y en el canto de estas había una fila de luces violetas que iluminaban todo. Los bordes de la pasarela irradiaban luz azul. Un pequeño bar de bebida y comida se escondía en un rincón, un hombre estaba hablando con el cantinero. El lugar olía a lavanda, cigarrillos y frituras.

Las bailarinas también eran meseras y guardias de seguridad porque cuando uno de los hombres quiso irse sin pagar la cuenta desenfundaron navajas de sus botas de tacón y le obligaron a vaciar los bolcillos. El suelo estaba sucio y había manchas secas de lo que supuse sería sangre.

Habíamos ordenado unas colas con hielo que permanecían en la mesa.

Petra se veía incómoda. Berenice pudo haberla pasado tan mal como bien en ese lugar sin que nadie lo notara, su rostro de póker permaneció impasible, lo único que hacía era escudriñar a Sobe penetrantemente como si lo juzgara. Cuando una de las meseras se cernió sobre Sobe y le rodeó seductoramente el cuello con una bufanda de plumas él se estremeció y con una sonrisa incómoda le dijo:

—Por favor señorita, no enfrente de mi prometida —la rechazó desprendiéndole una mirada divertida. Temí que lo degollara, pero la bailarina revoloteó los ojos y terminó por irse.

Cuando entré a la habitación no tuve que preguntar a Sobe quién era Elmo y tampoco tuve que preguntar por qué se había ganado el nombre.

Literalmente era muy parecido al personaje de Plaza Sésamo. Parecía un pequeño títere de cabello rojo enmarañado, ojos saltones y nariz abultada y anaranjada. Medía cincuenta centímetros. Las únicas diferencias que tenía con el verdadero Elmo eran sus garras, que sus ojos saltones eran completamente negros como canicas y que el Elmo de la televisión no tendría un fajo de billetes ni lo arrojaría con avidez al trasero de una bailarina.

Él era el que estaba más cerca de la pasarela, al otro lado de la habitación.

—Por estar tan endeudado con Gabriel le da mucho dinero a esa bailarina —observé.

Sobe chasqueó los dedos y se irguió del sillón donde estaba repantigado.

—¡Ya sé de dónde viene, del mundo Elbaroda! —asintió contrastando sus palabras, sus ojos se habían llenado de interés como si de repente un peligro se hubiese acercado—. Una vez fui a ese mundo con Sandra, Tony y mi hermano... ya saben... antes de que mi hermano se muriera tratando de salvar al nieto perdido de David Bowie —tragó saliva y sacudió su cabeza con expresión fúnebre—. En fin, es un pasaje de colores muy chillones, allí la gente es pequeña y peluda. Además de que viven poco, como las polillas, menos de seis meses, las estaciones allí duran cinco minutos, una verdadera molestia. La gentecilla de ese pasaje parece una marioneta. Son tan inocentes que podrían ser engañados hasta por un niño de cinco años. Lo sé porque era la edad que tenía cuando fui y con Tony nos reímos de ellos muchas veces.

—Pues no parece muy inocente —aseguró Petra desprendiéndole una mirada a Elmo que comenzaba a gritar cosas obscenas mientras enrollaba un billete en las bragas de una chica.

—Yo sólo di mi dato informativo —finalizó Sobe extendiendo su cuerpo sobre el sillón para mejor comodidad, apoyó sus brazos sobre el respaldo y sonrió triunfante—. Te apuesto lo que quieras a que él es de Elbaroda.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora