Desembuchando mentiras.

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Pelear con bailarinas armadas no estaba en mis planes de viernes, pero si había aprendido en los últimos años era ganar una pelea desigual.

—Muy bien señoritas —dije encontrando el reproductor de música de esa sala, una consola conectada a muchos parlantes.

La apagué, me subí a una mesa, tiré accidentalmente la bebida de un hombre, el cliente comenzó a gritarme furibundo, señalaba imperioso el licor derramado y al momento que sacaba mi billetera del bolsillo y pagaba por su bebida gritaba:

—Tienen escondida a una persona... personita digo... ¡a una maldito tranversus! Vine por él... por el transver... —El hombre no paraba de gritar— ¡Ya cállate, toma tu dinero puñetero avaro y vete de mi jodida vista! —me volví hacia las chicas—. No estoy jugando. Denme a Elmo.

Pudo haber sido el estrés de los últimos meses o que había aspirado ese humo negro pero el hombre de barba blanca enmudeció ante mi grito, agarró los billetes que había tirado en la mesa, se levantó y se fue. Sabía que estaba siendo agresivo y yo no era así, pero no me importaba.

Ya había dejado de ser Jonás hace mucho tiempo, ahora era un huérfano que buscaba a su familia.

La sangre me zumbaba en los oídos y el corazón latía fuego en mis venas. Ese había sido el último cliente, ahora estaba solo con ellas. Perfecto.

Una de las chicas, la que Sobe había acusado de crear una franquicia de salsa picante me examinó con reproche. Cargaba en su mano con una bandeja vacía y tenía una especie de traje de baño transparente. No soy un pervertido, la miré todo el tiempo a los ojos lo que ella tomó como un desafío.

—No sabemos de qué estás hablando.

Bajé de un salto de la mesa, la encaré, me aproximé hasta su mirada y con una sonrisa le dije:

—Entonces no te importara que revise el lugar.

—Sí, me importa, no lo hagas.

—No lo pregunté.

—No te di permiso.

—No te lo pedí.

Me dirigí hacia el pequeño bar. Espié por encima de la barra. Nada, solo cajas y botellas vacías. De repente la luz ultravioleta me lastimaba los ojos, me dio una fuerte jaqueca y sentí que mis cuencas oculares se derretían antes de estallar en miles de pedazos. Efectos del humo, tal vez. Restregué mis ojos, gruñí y traté de aparentar seguridad cuando me volteaba hacia ellas.

La de la salsa picante dio un paso y guío sus dedos hacia la bota, estaba por sacar un arma, pero Rosalita la detuvo poniéndole una mano en el pecho.

—No, es Jonás Brown —susurró— el que tiene un amigo Creador, y está aquí, lo vi hace unos minutos en esa mesa. No quiero meterme con Cradores, son muy poderosos...

Si supieran que el Creador estaba noqueado en el piso de arriba. La chica le desprendió una mirada furtiva a un tacho de basura, fue un imperceptible movimiento de ojos, pero mi sexto sentido me dijo que era un escondite perfecto.

Mi sexto sentido nunca tenía razón, pero supuse que estar flipado cambiaría las cosas.

La chica prosiguió dándole razones a su compañera de trabajo por las cuales no debería meterse conmigo, caminé pacíficamente hacia el recipiente de basura, cuando transcurrí al lado de la chica le saqué la bandeja de las manos. Tranquilamente tapé el tacho...

Comencé a partirme de la risa, me faltaba el aire.

«Tapar el tacho, tapar el tacho» Repetía una y otra vez mi mente y resultaba muy cómico. Al principio había creído que rimaba, luego me di cuenta de que estaba equivocado y eso me hizo reír con más ganas.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora