Desembuchando mentiras

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Esa cosa era tan rápida como niños corriendo un camión de helado.

Alcancé a Berenice en la escalera, ella estaba de pie, tensa, esperándome. Tenía una daga en la mano y una expresión adusta en los ojos.

—Si fueras un monstruo pequeño que no puede escapar por el exterior y quiere ocultarse ¿A dónde irías?

—A la disco.

Ella asintió y respondió lacónica.

—Lo vi bajar las escaleras hacia el sótano. Nos vemos en la entrada trasera del edificio o el patio o lo que sea que tenga. Guíalo hasta allí.

Asentí. Ella montó la baranda de la escalera, se deslizó por ella, aterrizó en el rellano y descendió pitando los últimos escalones que quedaban. Yo corrí sobre los peldaños hasta el sótano. Hice a un lado la molesta cortina de plástico y me encontré con la recepcionista. Ella me desprendió una mirada fugaz, se encontraba rellenando unas formas, sus rasgos se arrugaron cuando reparó en mí.

—Agh, creí que te irías.

—¿Elmo pasó por aquí?

—Hace dos segundos, querido, por esa puerta y tenía prisa...

No esperé a que terminara la oración que embestí las puertas y me precipité hacia la pista de baile. La gente me rodeó. Había una chica ahí con el cuerpo rociado de pintura, en su frente se había escrito «Soy confronteras», no sé por qué un confrontaras entraría voluntariamente a ese lugar para estar de juerga. Las luces se apagaban intermitentemente.

Otras personas bebían un líquido muy raro y demasiado rojo de un tanque, aferraban los tubos por donde se escurría la bebida, pero se vertía la mayoría al suelo sucio. Olía a sangre. Me sonrieron. Dientes granates. Tuve que reprimir las náuseas. Pisé un vaso y crujió, me estremecí al creer que era algo vivo.

Alguien estaba fumando, sopló una nube de humo negro y la aspiré. Retrocedí, pero era demasiado tarde. Tosí. Era un humo de otro mundo porque olía a la tarta de manzana de mi mamá y mi mamá además de estar desaparecida o muerta, jamás hornearía uno de sus especiales de manzana para gente que bebía sangre.

Agité aire con la mano, pero volvió a soplarme su humo en la cara. Me encabroné, agarré su maldita pipa, la tiré al suelo y la pisoteé hasta que se rompió.

—Tus pulmones me lo agradecerán.

Me abrí paso en la multitud antes de que protestara, traté de encontrar huellas, pero era muy difícil captar pistas en la luz ultravioleta. De repente todo comenzó a verse difuso. Mis pies se movían lentos, los empujones me desestabilizaban y todo se movía raro.

«No, no, no, no, ahora no»

Berenice estaba esperándome en la puerta trasera. De repente me molesté con ella, se había llevado la parte más fácil.

Muchos se apartaron al ver mi espada, pero otros estaban tan flipados que ni siquiera me notaron y continuaron empujándome. Un hombre estaba hostigando a una chica, discutían, estaban sudorosos.

—¡Oye, déjala!

Agarré a la chica del brazo y la aparté. Ella me miró sorprendida como si fuera una alucinación, una luz giratoria y verde la iluminó. Cabello rojizo, piel arrebolada, ojos oscuros. Retrocedí un paso y la solté del brazo.

—¿Finca?

Ella se puso de puntillas para alcanzar mi oído.

—No sé por qué me ayudas, me dejaste morir —susurró.

Me lamió el cuello y se perdió en la multitud partiéndose de la risa. Retrocedí pasmado. El hombre también se había ido. Estaba drogado, genial. No tenía que ser muy listo para notarlo. Finca jamás estaría allí, ella había muerto. Y tampoco me daría un chupetón. Mi mano temblaba, mis dedos rotos también. Respiré buscando calma, no era real. Lo que era real era el suelo sucio que pisaba, eso y que me había dado una paliza un peluche como Brad.

Un transversus que agitaba sus brazos se detuvo de súbito, tenía mucho pelo, cuatro bocas y cuantiosos cuernos en la cabeza. Su cuello surcado por venas que palpitaban mucho, llevaba cuatro silbatos colgando en el pecho.

—¡Yo te conozco, eres Jonás Brown! —dijeron al unísono cuatro voces diferentes y cuatro sonrisas se ensancharon en su cara—. Eh, te estoy hablando, viejo —sus garras eran largas y flexibles, las movía como si fueran dedos que crecían en sus dedos, me apuntó y me dio golpecitos en el hombro.

Me detuve a pensar y lo ignoré. Berenice lo había logrado. Si ella podía yo también. Sólo tenía que ponerme en el lugar de Brad ¿A dónde iría para ocultarse? ¿A dónde iría?

—¿No deberías estar salvando un mundo? —preguntó el monstruo.

—Me estoy salvando a mí —dije y corrí hacia el rincón donde trabajaban Rosalita Czajkowski.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora