Nancy Thompson tiene la culpa de todo.

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 Cuando tenía once años Narel se había reído de mi porque dije que la reportera del clima era sexy. Decidí molestarla en venganza, porque el karma no funcionaba tan rápido. Tenía once así que no fue malvado ni brillante. No demasiado. Había fingido ser un robot por toda una semana porque ella odiaba las películas de androides y decía que no había nada más soso que la inteligencia artificial.

 Así que me paraba en su puerta a fastidiarla, hacer ruidos de robot, a bailar rígidamente, de la manera que había aprendido no debía bailar en una fiesta escolar, y a moverme por su habitación con pasos mecánicos. No, no tenía amigos.

 Al principio no había obtenido resultados, sólo había logrado que se riera más de mí, pero con esfuerzo conseguí que se disculpara, me suplicara que parara e incluso que se ofreciera a acompañarme a la biblioteca.

 Además de resultar divertido eso me enseñó que con perseverancia se podía lograr lo que fuera.

 En parte yo seguía creyendo que era verdad, pero, por más que me esforzara, últimamente no conseguía lo que quería. No tenía vello corporal y siempre, de alguna manera, terminaba bajo ataque.

En el momento que fuimos atacados sólo quería que los problemas se solucionaran con karma o bailando como un robot.

Petra y Sobe estaban inconscientes, no sabía muy bien cómo, pero estaban tan dormidos como el público de un balé. Berenice y Phil me flanqueaban los costados tampoco sabía en qué momento se habían puesto de pie, pero me pareció bien. Él enarbolaba el recipiente metálico de té, aferraba la lata con aire amenazador; tal vez no era la mejor arma ni infundía mucho miedo, pero yo había visto la fuerza que tenía e incluso hubiera dañado a alguien con un poco de play-doh.

Berenice tenía un cuchillo en una mano y en la otra una pistola me pareció exagerado pero la situación lo requería.

El extraño fuego (que había salido de las granadas que Sobe y Petra desviaron) se propagaba detrás de mi espalda. Quemarían la casa de Phil. Sentí una molestia repentina y un calor infernal subiéndome a la cara como si mi madre le hubiera contado mis historias de bebé a mis amigos. Ejecutarían el mismo procedimiento que hicieron a mi anterior hogar: lo reducirían a cenizas y fingirían la muerte de los dueños, en este caso seguramente se proponían secuestrarnos y matar a Phil.

Penar en mi madre y abuelos sacó el lado oscuro y antipático que me costaba tanto combatir.

Dos personas entraron a la cocina. Una mujer asiática y esbelta, con su cabellera negra atada en una cola de caballo que nacía en su nuca. El otro era un hombre de cabello oscuro, ojos azules y mirada despejada de sentimientos como un cielo sin ninguna nube.

El hombre me resultó familiar, yo lo conocía... pero no podía adivinar de dónde.

Él traía en su mano un cilindro metálico que chispeaba estáticamente en la punta como si su extremo contuviera relámpagos azules. Entraron tranquilamente, al igual repartidores con la única diferencia que el pedido que entregaban era una muerte segura. Pero la mujer no se veía como una repartidora, tenía aspecto de villana de manga, caminaba como si tuviera un contrato para no hacer más de dos movimientos por minuto.

La Sociedad.

El fuego estaba comenzando a hacerme sudar, sentía que me chamuscaba el poco vello que tenía, eso me hizo acongojarme más. Él humo se desplazaba hacia la cocina, presuroso, como si quisiera tragarnos, pero lo único que tragaba era el oxígeno.

Gallwch chi fyw.

La mujer ordenó algo en un idioma que no comprendí.

Sobe podría hablar con ella y llegar a un acuerdo o distraerla, pero en ese momento se encontraba desplomado en el suelo, con Petra sobre él. Parecía que estaban abrazándose, supe que a ambos les molestaría verse así. En cualquier otra situación hubiera pedido a gritos una cámara, pero en ese momento estaba demasiado ocupado pensando cómo viviría.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora