III. Tres fracasados en el amor en peligro.

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 Una oscuridad espesa, impenetrable y muda nos envolvió.

Entonces el suelo comenzó a brillar, primero tenuemente, luego con energía y finalmente refulgió con la intensidad irradiada de una estrella. El brillo fluorescente con el que resplandecía me hacía recordar a las barras de luz que se usan en los campamentos. Ambos coreamos un «Woooo» al unísono, cubrí mis ojos para que no me encandilara, podía observarme como si estuviera en una disco, me veía brilloso.

—Es madera del mundo Zul —informó Sobe.

Dante sacó fugazmente su cámara, con la intrepidez de un paparazzi el tomó fotografías al suelo y a nosotros.

Me encontraba en un amplio y alto pasillo mal revocado, era extenso y terminaba en una habitación con sombras proyectadas por la luz de un cálido fuego. Todos nos desprendimos una mirada inquisitiva y avanzamos hasta el final. Allí el calor era espeso, el aire ondeaba. El lugar te arrebataba el oxígeno y hacía que te doliera la cabeza como si te pidieran el número de teléfono.

Supongo que así se sentiría si alguna vez me hubiese pasado.

La habitación era amplia al igual que un estadio de futbol. El techo estaba combado como si se desmoronara y de hecho se estaba cayendo, había cables que colgaban como lianas, fibra de vidrio enmarañada en algunas partes y sectores desnudos que sólo tenían maderas cuarteadas por el sol. Los agujeros eran tan grandes que se podía ver el cielo sin estrellas de la cuidad. Había elevadores hidráulicos abandonados, generadores ronroneando, pasarelas que estaban bloqueadas por partes de techo derruidas, máquinas industriales con cintas transbordadoras, mesas con herramientas, cajas con desechos mecánicos y una fragua rodeada de armas. El horno era tan grande como una cama matrimonial.

Allí el suelo no resplandecía, lo único que brillaba en ese lugar era la ausencia de limpieza.

A mi lado había una caja con fusibles que, supuse, encendería las numerosas máquinas industriales. Me pregunté dónde estaría escondida la cura, si en alguna trampilla o detrás de un mueble. Acaricié a anguis, estaba discretamente sobre mi dedo, aparentando la inocente figura de un anillo.

El trol se volteó hacia nosotros.

—¿Reparar?

Dante parpadeó.

—¿Qué? —pregunté.

—Dijeron que querían reparar.

Sobe pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro pensando en una repuesta. Suspiró resignado, se encogió de hombros y dijo con desgana «Ya qué». Estaba a punto de dirigir su mano hacia el cinturón donde tenía una pistola y una daga como si pensara que la farsa había llegado hasta allí. Pero alcé mi voz y detuve su movimiento con mi mano mientras que con la otra deslizaba la Bucavispa fuera de mi bolsillo.

—Sí, este... queremos saber quién hizo esto... antes había visto unas letras, pero no llegué a leerlas que se borraron. Creo que pasó porque la maté. Quiero volver a leer las iniciales.

—Fácil —exclamó con su voz gruesa, extendió su enorme mano y dejé caer el insecto metálico sobre la palma, sus dedos se cerraron cuidosa e inmediatamente.

La piel del jotun era tan gruesa que parecía de roca, pero sólo se volvería de piedra si tocaba la luz del sol. O al menos eso había leído en clase. El monstruo arrastró sus pasos hacia una mesa que estaba repleta de herramientas pequeñas y era iluminada por un reflector. Se arrancó el delantal, vestía el taparrabos más desafortunado y olorosísimo de la historia.

Dante comenzó a deambular y Sobe también, ambos me hicieron un movimiento de cabeza para que fuera con el trol y lo distrajera mientras ellos husmeaban en el lugar. Negué con la cabeza.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora