La resistencia continua resistiendo.

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Miré mi reloj, eran las doce del mediodía del viernes.

Faltaban alrededor de doce horas para que se celebrara el Concilio del Equinoccio en Japón y yo estaba perdido en mitad de Nózaroc, caminando con la espada desenvainada, quemado y totalmente fatigado.

Se me había acabado la pasta de dientes. La esperanza, el valor y el tiempo.

Lo único que me quedaba era el miedo.

Tenía un nudo en el estómago, en el corazón y en la garganta, no quería echarme a llorar como un niño pequeño, pero estaba a punto de hacerlo, tal vez sí debería estar en la Guardería.

Me senté en el suelo.

La manzana urbana donde me encontraba, si es que podía llamársele así, estaba compuesta por dos Hogares de la Comuna, ambos tenían sus puertas y marquesinas de vidrio hechas añicos. Los cristales estaban desperdigados en mitad de la acera y reflejaban la oscuridad del basurero.

La ciudad de Nózaroc era inmensa y la batalla se había disgregado, ya no quedaba una tropa para luchar en frente, solo pequeños grupos y algunos Salivantes corriendo de aquí allá. Me acosté sobre el suelo y toqué la cicatriz en mi pierna que me había hecho la agente de La Sociedad en Galés cuando huimos de la casa de Phil; si Petra no curaba la herida no hubiera podido caminar en toda la semana.

Escuché pasos nuevamente. Me preparé para lo peor. Me puse de pie, apunté la espada hacia la persona o ser que venía y contuve el aliento.

1E descendía una callejuela empinada con un bebé de dos años en los brazos, tenía las mejillas rojas y cargaba al niño como si pesara un montón, debería porque era muy gordo para su edad. Salté y corrí hacia él. Veintiuno marchaba a su lado con una porra de Palillos, su único ojo lo llevaba abierto y alerta pero aun así no me notaron. Esperaba que ellos no fueran centinelas o algo como eso, porque de otro modo la batalla ya estaba perdida. Tampoco los culpaba, las callejuelas estaban repletas de bultos y yo me encontraba muy cerca de la pared, en las sombras y del estado en que estaban los bultos. Cuando me embargó la mayor de las felicidades, supe lo importantes que eran esos críos para mí. De repente el brazo dejó de dolerme y las piernas que me temblaban de la fatiga se endurecieron con firmeza.

—¡Por aquí! —gritó 1E—. Estamos cerca. Ya llegamos.

—Eso espero. No doy más. Jamás corrí tanto en toda mi vida.

—¡Uno de Enero! ¡Veintiuno! —corrí hacia ellos.

Ambos se detuvieron en seco, Veintiuno se ubicó frente a 1E y el bebé para defenderlos y me apuntó con la porra. Aunque su único ojo expresaba un profundo y salvaje miedo, tenía las paletas de la nariz dilatas y la mandíbula apretaba. O sea, estaba decidido a rociarme con agua si era una amenaza.

1E sonrió desmedidamente, pasó al bebé a uno de sus brazos y con el otro me estrechó de manera fugaz, tan solo un segundo de apretón, tal vez tenía miedo de derrumbarse o, aún peor, lastimarme a mí. Mientras Veintiuno se echó a llorar de alivio y me rodeó la cadera con los brazos porque era allí donde llegaba. Enterró su cara en mi panza.

—¡Creímos que te moriste! —lloriqueó.

—Es la segunda vez que les hago creer eso a mis amigos.

—¿Somos tus amigos? —preguntó Veintiuno.

Recordé lo que me había dicho Berenice cuando estábamos en la casa de Phil, hace días, tomando cola y esperando que él nos hablara de la Cura del Tiempo. Asentí.

—Claro que sí, ahora compartimos un vínculo.

—¿Qué vínculo? ¿A ti también se te cayeron los mocos mientras peleabas? —preguntó Veintiuno.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora