Mi primera y espero que última.

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No sabía cuánto tiempo había pasado, pero llevaba tres horas en plena batalla...

Era la primera guerra en donde estaba en primera línea, luchando como los peones en un juego de ajedrez. Lo perturbador era que nunca ganaba en ajedrez, ni siquiera podía vencer a Petra en los juegos de mesa a pesar de que ella no entendía las reglas. Así que no estaba sereno. En Dadirucso había tenido la suerte de pertenecer a un grupo de élite que se encargó de apagar el Faro, en Babilon había soltado veneno para que consumiera el bosque y luego me había ido. Así de fácil.

Pero hasta entonces había tenido la suerte de no ver una batalla con mis propios ojos.

La guerra es tan escandalosa que no hay lugar para tus pensamientos, ni para plegarías o arrepentimientos. Estaba solo yo y el filo de mi espada.

Lo primero que hice fue deshacerme de un Palillo que, con su porra, fumigaba a un grupo de Salivantes... ese nombre ya no les calzaba bien porque no salivaban ni se veían ausentes o comatosos, ahora gritaban, en lugar de vegetales eran como zombis enojados.

No sabía si llamarlos Aullantes o Gritantes o Cantantes ebrios de karaokes.

Me hice de una porra y se la di la primera niña que encontré. Ella la aceptó, inflando el pecho con orgullo, asintió, saltó una barricada de mesas y luchó a mi lado. Destruí más soldados, los desarmé y fui repartiendo la artillería a los pequeños.

Vi tantos cadáveres que mis oídos comenzaron a pitar, ajenos a la realidad. A veces tropezaba con muertos, mis zapatillas empapadas de sangre no encontraban estabilidad. El sudor se desbordaba a caudales por mi espalda. La mitad de los edificios se incendiaba. Desgarré la camisa de un cadáver para atármela a la barbilla, sobre el barbijo, porque el oxígeno puro ya no existía en ese lugar. El aire se consensaba en plomizas columnas el humo y era ácido y amargo por las armas de los robots.

En un momento descollándome las rodillas porque frené de repente para no ser derretido por un chorro de agua. Luego de unos minutos de avanzar me refugié detrás de cinco camas oxidadas por los gases tóxicos. Tenía un colega a mí lado, su jadeo desesperado sacudía todo su pecho como un oleaje tormentoso. Su espalda estaba pegada recta al colchón, como si quisiera fusionarse con la trinchera. Sus ojos se encontraron con los míos «Lo haré» chillaban.

Me abalancé hacia él y sujeté del talón porque él iba a correr calle abajo sin notar que había tres soldados soltando veneno líquido a diestra y siniestra, como si fueran bomberos apagando un incendio. Incluso cargaban bidones en las espaldas.

El aire entraba a mis pulmones cansados como fuego, las pantorrillas me temblaban del cansancio. Los niños avanzaban, pero, aunque los seguía no sabía muy bien a dónde, mi trabajo era ayudarlos a no morir.

En algún momento de la pelea acabé refugiándome detrás de una loma. Me crucé con un adolescente de trece años que tenía la piel color café y el cabello peinado en un macizo copete. Lo recordé, él había estado peinándose en el baño cuando me encerré a hablar con Dante, antes de que 26J fuera a buscarnos para hacer el pacto.

Él y otros cinco niños tuvieron la idea de romper las pantallas de la redonda, armaban un plan apresuradamente y dibujaban planos en la ceniza del suelo.

—Es la única solución para hacer que los Salivantes se calmen —parpadeó, como si un pensamiento escandaloso hiciera ruido en su mente— ¡Te conozco! ¿Eres el chico que viene de otro mundo? Jo...

—¡Sí! —respondí enérgico y sucinto, alimentado por la adrenalina.

—¡Lo sabía, José!

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora