No estoy listo, pero soy coleccionable.

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 Caminar hasta el Banco no fue nada difícil. Phil aleteaba como un mirlo delante de nosotros y nos avisaba si venían Palillos, en caso de que hubiera, nos escondíamos y esperábamos a que dejaran de patrullar. Lo normal.

 Las calles en Nózaroc eran empinadas como pistas de patineta, algunas descendían de forma abrupta y otras se extendían zigzagueante. La oscuridad era casi absoluta, no había muchas farolas y el cielo parecía tragarse todo destello como si fuera una bestia voraz o mi abuelo en una barra de mariscos gratis. A pesar de la penumbra, Petra estaba arreglando su cabello en el reflejo del báculo. Sonreí enternecido de que fuera tan coqueta. Todos iban en silencio, estaban cansados, asustados o simplemente hasta la coronilla del peligro.

 Sobe y 1E me flanqueaban, nosotros íbamos cerrando la guardia, Petra caminaba a la cabecera y era la que recibía la información de Phil y Dante marchaba en el medio con Berenice, Veintiuno y 26J.

Antes de bajar del barco nos habían dado unos barbijos especiales, eran de una tela sintética, parecida a una malla, pero con un filtro circular y chato de plástico en donde deberían estar los labios. Dijeron que eran especiales para la niebla venenosa y que no me lo quitara. Para mí hacía que nos viéramos como patos deformes.

Todos teníamos la mitad de la cara cubierta.

1E cargaba en su espalda el carcaj con las fechas de metal, ya tenía un proyectil listo en los dedos, colocando junto a la cuerda del arco. 26J traía el mismo machete viejo con el que, el día anterior, había amenazado cortarme la garganta y el estómago. Iba molesta, tan rabiosa que por poco echaba vapor por las orejas, con el tamaño de ellas hubiera convertido la ciudad en un sauna entero; entendía sus ambiguos sentimientos descontrolados, si no teníamos éxito en la misión ella acabaría la semana sin corazón. Así que sí, había presión.

Sobe sostenía un AK-47 que había empacado en su mochila, no sé cómo. Petra cargaba su báculo, yo mi espada anguis, Berenice y Dante una pistola de nueve milímetros y Veintiuno portaba una escopeta que Sobe le había enseñado a usar unos minutos antes de bajar.

El niño se veía incómodo de usar un arma de otro mundo, pero había querido aprender de todos modos, 1E había asistido a la lección de tiro que le dimos con Petra en los camarotes de la nave. Le explicamos cómo funcionaba, recargaba y la fuerza que tenía que tener en los hombros cuando disparaba, porque todas las armas de fuego pateaban.

En la última hora había notado que 1E siempre estaba allí, escuchando y absorbiendo conocimiento, era tan curioso como tímido. Supuse que esa necesidad de merodear le sería perfecta para el trabajo que le habían encomendado: explorar el exterior de la ciudad, la vieja civilización que estaba infestada de cuerdas venenosas.

—¿Te pesa? —preguntó Sobe, adelantando un par de pasos y oteando de arriba abajo a Veintiuno.

Él estaba delante de nosotros, pasándose la escopeta de una mano a otra como si ya no supiera manejar el peso. Alzó la mirada a Sobe, se encogió intimidado, replegando el cuello, escondiéndolo como un conejo, separó los labios y meneó la cabeza, le costaba fingir ser un chico malo cuando estaba rodeado de verdaderos chicos malos.

—¿Qué pasó, Veintiuno? —pregunté—. ¿El gato te comió la lengua?

—¿El qué? —preguntó bien bajito, hablándome sobre su hombro, volteando ligeramente, pero sin aminorar la marcha.

Parpadeé, a veces me olvidaba que estaba en otro mundo.

—¿Aquí no existen los gatos? —pregunté confundido—. Olvídalo. Preguntaba por qué estabas tan callado. Si tienes miedo podemos regresar, te buscaré un lugar seguro y...

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora