Ya no se puede viajar en paz.

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El sol despuntaba en el cielo, no había casi nadie en el patio delantero. Solo un grupo aislado vestido de naranja y barriendo afligidamente las hojas de la entrada. Se veían como tristes calabazas de Halloween. Lo sorteamos sin ningún problema.

Encontramos a los hermanos Perce y Travis conversando con Berenice. En realidad, charlaban entre ellos mientras Berenice los observaba recostada contra la corteza de un árbol, sus brazos estaban cruzados, tenía una expresión mustia y entristecida. Ella ya se había cambiado y traía puesto el uniforme del Triángulo al igual que yo.

Los hermanos estaban discutiendo qué sería más rápido si un jet, un insecto de Zolev o Buzz Lightyear en cohete. Cuando nos vieron llegar pidieron nuestra opinión mientras se internaban en la espesura buscando el portal.

Cargaban tres tanques de oxígeno cada uno. Travis los llevaba con un solo brazo pues era más atlético y fornido que su hermano; a pesar de la alta temperatura vestía una cazadora, pantalones remendados y botas militares, un mechón de cabello sedoso se le caía sobre sus ojos café.

Le eché una mano a Perce porque a él se le dificultaba más transportar los tanques de oxígeno, los cuales, aseguraron, necesitaríamos. Perce era delgado, pero era mucho más ingenioso que su gemelo. Y, al igual que Sobe, una vez que recorría un camino no se lo olvidaba nunca, por eso era nuestro guía, él vestía una campera de franela con capucha, jeans con bolsillos laterales y unas zapatillas deportivas. Perce tenía más pecas sobre las mejillas.

Él me contó que hace tiempo quería visitar a ese conocido llamado Philco.

Mala señal.

En el mundo de los trotadores había tres categorías de personas: amigos, conocidos y enemigos. Los conocidos estaban en el medio de ambos extremos porque podían echarte una mano como harían los amigos o mandarte a la tumba como los enemigos. Traté de ignorar eso.

Escarlata alzó vuelo y se perdió en la copa de los árboles, mejor así no podía llevármelo conmigo en todos los pasajes, no había un tanque para él. Deseé que no se molestara por engañarlo y abandonarlo solía ser muy listo a veces.

Era el único Cerra del grupo, así que no fue problema atravesar el portal. A partir de ese trayecto cada uno cargó su propio tanque de oxígeno porque al mundo que íbamos no había. Me colgué el tanque del brazo, era muy similar a los que cargaban en su espalda los buzos. Incluso contaba con una manguera para respirar por la boca. No podríamos hablar.

El primer portal se encontraba en el interior de la ahuecada corteza de un árbol seco y viejo. Pero era casi imposible de ver porque no se filtraba ningún sonido y se veía oscuro. Lo único que percibía era una corriente helada de aire, las plantas alrededor estaban muertas y marchitas. Tenía que atravesar la fisura para saltar al pasaje. Me coloqué el tubo en la boca, respiré hondo y lo atravesé.

Se trataba del mundo Orgen y el aire allí resultaba venenoso.

Desembocamos en la cima de una montaña, las bajas temperaturas me perforaron como un cuchillo y me aguijonearon la piel, el calor húmedo de la selva se había desvanecido. Para nuestra suerte se estaba librando una tormenta. El viento rugía en mis oídos.

Había decidido empacar ligero y sólo traía conmigo un abrigo liviano, al igual que el resto. La nieve, si es que podía llamarse así, era negra como la brea y espesa como la arenilla, pero estaba congelada y era arrastrada por el viento en espesos cúmulos. Atrapé un puñado con mis dedos quemados, el frío perforó mi piel, pero la nieve negra y terrosa no se derritió, es más me había cortado como fuera vidrio.

¡Maldición! La solté.

Tenía sangre en mi mano. Genial, una cicatriz más. Mi cuerpo ya se parecía al trasero arrugado de un elefante.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora