Un gato montés con escopeta me saca de un apuro.

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Cuando insulté a la mujer creí que se oiría desafiante, pero sonó como un graznido, mi abuelo tenía catarro con más clase que ese sonido.

Pero no hubo tiempo para lamentar mi mala suerte porque una criatura de cinco metros de alto entró al ataque. De hecho, miento, no es verdad. Tenía seis metros de alto.

Nunca había visto un monstruo como ese, al menos no fuera de televisión, aunque se parecía un poco a las amigas de Narel. Era una abominación silenciosa y letal. Tenía forma al híbrido de un gallo, un reptil y un murciélago. Su piel reticulada y escamosa era opaca y sus ojos oscuros como la brea. Tenía el cuerpo y la cara de un gallo con cresta y barba, el cuello y la cola de un reptil y unas extensas alas de murciélago. La cola contaba con escamas y estaba rematada con algunas plumas. Era un grifo, aunque de zoología no sabía mucho.

Se aproximó agazapado en las sombras para no ser notado por nadie.

Embistió a la agente antes de que pudiera reaccionar. Fue muy impresionante y a la vez no. Sólo la empujó con una de sus patas y el impacto fue suficiente para arrojarla por encima de la pila de chatarra y dejarla inconsciente. La pelea había terminado.

Me puse de pie, sintiendo el calor del fuego ahogándome. Quería ordenar mis pensamientos, reaccionar a lo que pasaba o algo, pero estaba muy aturdido y las cosas se movían de lugar, se duplicaban o se desenfocaban como el lente de una cámara. El agente del porche ya no estaba, el hombre que me había resultado familiar había desaparecido. Pero habían llamado refuerzos.

Nos esperarían en los alrededores. No nos dejaría salir.

El monstruo me miró, comenzó a encogerse, sus huesos crujieron, la vista se me nubló y de un momento a otro había un hombre recortando la luz del fuego. Dio unos pasos adelante. De repente apareció a mi lado Phil, sus brazos impidieron que cayera al suelo.

—Tenemos que irnos quien quiera que seas —gritó para hacerse oír entre el clamor del fuego y el estruendo que venía de la calle—. Estacioné mi camioneta a unos metros, allí nos esperan tus amigos. Nos vamos a Londres.

Ya había gente congregada e incluso había un camión de bomberos aparcado, despidiendo chorros de agua para someter las llamas. Me ayudó a rodear la casa, quería caminar, pero tenía los talones tan molidos que me costaba horrores utilizarlos.

«¿Así se sintió mi madre mientras se quemaba por las llamas?»

Cuando la gente me vio comenzó a hacer preguntas, se apelotonaron alrededor. Pude escuchar algunas palabras aisladas:

—¿Qué le sucedió?

—Pobre muchacho...

Un bombero me palmeó el hombro y me miró con orgullo. Al parecer Philco había inventado que había entrado al incendio para ser un héroe y salvar a alguien.

Otro bombero me indicó que me sentara en la acera y que rápidamente me ayudaría a curarme la herida de la cabeza. Por suerte me sacó el ojo de encima, regresó a su puesto y entre la confusión de la multitud nadie cuestionó porqué Phil me arrastraba hacia una minivan con la cara del rey pintada en la puerta. Tal vez creían que preferíamos esperar a la asistencia médica en el silencio, fuera como fuere, nadie nos siguió.

La calle era iluminada por las farolas, había agua en el suelo que se escurría de la manguera de incendios, chispas de fuego flotaban en el aire y se apagaban al tocar la grava.

Elvis me sonrió con un resplandor en sus dientes blancos, una guitarra en su mano y en la otra un micrófono que sostenía con clase como si fuera una taza de té. Estaba pintado con aerosol en la puerta corrediza del automóvil. De alguna manera eso era lo más extraño que había visto en la noche.

Miré hacia atrás, había una Hummer estacionada a diez metros, seguramente los agentes habían llegado en ella, pero el automóvil estaba vacío. El hombre que me había resultado familiar y al que le había cortado la mano no estaba por ningún lado.

En cualquier momento los refuerzos nos alcanzarían y entonces no nos dejarían salir, pero había un puente para escapar de la península. El otro estaba en reparaciones. Era el único puente en muchos kilómetros. Si lográbamos adelantarnos, atravesarlo y bloquearlo entonces podríamos perderlos.

Observé la camioneta y luego a Phil que estaba jalándome hacia la minivan. Localicé a Berenice en el asiento del copiloto cargando una escopeta. Enterré mis pies en el suelo y eso me costó mucho dolor y un gemido.

—No. Tengo una idea. Les cortaré el paso en el puente Wales Expy, nos los dejaré salir de la península. Así no nos seguirán a Londres.

—¿Cómo harás eso?

—No sé.

Phil asintió, me soltó, se subió a la camioneta, se ajustó el cinturón de seguridad con prisa y puso el motor en marcha.

—¡Eh! —gritó golpeando el vidrio mojado.

Bajó la ventanilla y me arrojó un disco compacto que agarré antes de que cayera al suelo.

—Que el rey te dé fuerzas.

Arrancó la camioneta mientras Berenice lo examinaba incrédula y le preguntaba qué estaba haciendo. Vi que se volteó en su asiento y sus labios gritaron mi nombre. En despedida Phil hizo sonar el claxon, pero su bocina era una grabación de Elvis diciendo «Boom baby»

Corrí como pude a la Hummer negra, cada paso era un tormento. Sentía como si hubiera ido por primera vez a un gimnasio. Las puertas estaban abiertas, me senté detrás del volante con la respiración agitada. Los asientos eran de cuero y estaban reclinados. Era una camioneta bastante lujosa, incluso contaba con muchas computadoras y comandos.

Mascullé una grosería, mi única experiencia con autos era cuando había visto en el verano cómo Walton manejaba un Pontiac destartalado en la pista de aterrizaje de la isla. Busqué las llaves, la esposa enganchada en una de mis muñecas repiqueteaba con cada movimiento. Encontré un repuesto en la guantera, reí de euforia, lo encendí y arranqué como si me siguiera la muerte.

Y de hecho esa vez había estado muy cerca de ser atrapado.

Walton era como un maldito adivino, había tenido razón, Babilon no solo había sido difícil, el mundo real también lo sería.

Cada vez era más complicado salir del Triángulo y, en todo caso, regresar.






Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora