Me convierto en niñera

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Aunque resultaba increíble, me había quedado dormido en esa cama, en ese mundo, con esa ropa, perdido en un sueño profundo.

En el sueño estaba Walton sentado en la cama de Triángulo, leyendo un papel, lo estrujó coléricamente al terminar, lo tiró al suelo y se echó a llorar desconsoladamente. Sentí un cactus en el pecho, como si de repente estuviera hecho de púas, nunca había visto a Walton llorar y no era algo a lo que me acostumbraría fácilmente.

—No sé qué hacer —lloriqueó como un niño perdido.

Me pregunté si estaba bien o qué era lo que lo hacía sollozar. Miles ¡Miles! Él había sido picado por una buscavispa. Tenía que ayudarlos. Debía...

Luego la imagen cambio a una persona sirviendo una taza de té. Yo no podía ver el panorama completo, solo la infusión oscura derramándose sobre la forma cóncava de la taza de arcilla roja. Despedía un vapor satinado, como si fuera aceite volátil.

—Espero que estés mejor. Fue difícil ¿Eh?

Unas manos rojizas agarraron la taza y los dedos se relajaron ante el calor de la cerámica.

—Estoy mejor.

—La primera vez fracasamos porque quisimos capturarlo y jugar a ser los buenos. Pero me equivoqué —era la voz de Izaro—. Witerico nunca me amará, así que ya no tengo que fingir algo que no soy. Ya no sirvo a Cornelius, ni a Gartet. Ahora haré lo que quiera, lo que tuve que hacer desde el principio. Si quiero terminar con todo...

—¿Vas a matarlo cuando lo vuelvas a atrapar? ¿Vas a matar a Jonás?

—Sí ¿Puedo contar contigo, vieja amiga?

—S... sí.

El panorama volvió a cambiar y vi a un chico de piel manchada y una muchacha pelirroja, ambos debían tener veinte años, parecían guardianes, pero a simple vista estaba claro que no lo eran. Se encontraban en un deposito tan grande que pudo haber sido un hangar para aviones.

Él se veía peligroso y triste, vestido con una camisa negra y una gabardina del mismo color, era rubio y de ojos verdes. Las manchas del muchacho se sacudían bravamente como si fuera humo bajo su piel. Pero lo perturbador no era él, era ella.

Ella sonreía, pero parecía una demente sádica no había alegría en su sonrisa, ni compasión. El galpón abandonado y repleto de telarañas y polvo. El chico de la piel manchada estaba golpeando a alguien, como no conocía a esos muchachos, debería conocer a la persona que torturaban, porque siempre soñaba con gente que había visto al menos una vez en mi vida.

Y hablando de vida ya no le quedaba mucho a la persona tendida en el suelo, la estaban masacrando. Por más triste que estuviera el chico manchado golpeaba como si fuera un luchador de sumo.

Pero no podía ver a la persona torturada, estaban arrojada en el suelo, bajo el abrigo de las sombras, resollando desesperadamente.

Las manchas del chico se sacudieron con bravura, una de ellas reptó como tinta en agua por su frente, se la perdió en la cabellera y volvió a aparecer latiendo en su cuello. Él se veía tan derrotado y compungido que bien pudo haber estado torturando a un familiar. Luego del tercer puñetazo miró sobre su hombro, esperando las ordenes de la muchacha pelirroja. Ella era la que mandaba aquella masacre y estaba vestida como una colegiala con una falda de rayas, camisa y corbata de moño. Supe que había robado ese uniforme porque tenía más de veinte años y porque estaba manchado de sangre.

—Ay, Yabal, Yabal, Yabal, cuánto nos costó encontrarte —comentó la chica, fingiendo pena y chasqueando la lengua con censura—. Qué bajo caíste, escondiéndote en Babilon.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora