II. Inclínate a mis pies autobús.

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Vi desde una prudente distancia a mi madre y mi abuelo quitarse los cascos, colgarlos en los manubrios de la motocicleta, recoger unas bolsas plásticas de compra y entrar a la casa. Mi abuelo se estaba quejando de que el almacén estaba lleno de moscas, del clima de mierda que lo hacía sudar y otro montón de cosas más, tenía que darle crédito, era una habilidad quejarse del clima de Sídney, del invierno de Estados Unidos y del calor de Angola.

Mi abuelo seguía igual de fastidioso y mi mamá...

Sentí que me temblaba el cuerpo de la emoción y los ojos se me enturbiaban de lágrimas, traté de serenarme y me obligué a no moverme.

Recosté la espalda en la pared. Me sentía como si estuviera en un sueño maravilloso o en el día de muertos, rodeado de gente que se supone llevaba un año fallecida.

Mi mamá se veía un poco más avejentada, la pena mataba más que los años. Pero aún mantenía su aire jovial, le había visto unas arrugas incipientes alrededor de los ojos y un poco de canas en la cabeza, pero no parecían haber llegado con el tiempo, si no con la angustia.

Ellos entraron a la casa, parloteando de cosas triviales, sortearon los cuadros frescos amontonados en la entrada y mientras el abuelo vaciaba las bolsas de compra, mamá encendía el prehistórico televisor. Los oía moverse como si yo estuviera ahí, con ellos.

Sentí un nudo en la garganta. La abuela no los acompañaba, así que ella había muerto en el incendio... los ojos se me llenaron de lágrimas. No, no, no, me las quité a manotazos, tenía dieciséis ¿o no? A esa edad se te mueren los abuelos, es normal, solo que no mueren por tu culpa porque los mata tu maldito padre adoptivo que es un agente y quiere cazarte. Siempre había tenido esperanzas de que los tres estuvieran a salvo... pero, ahora había perdido la esperanza con ella.

Traté de morderme la lengua para no hacer ruido, me puse de pie, quité el polvo rojo de mis pantalones, tragué saliva, rodeé la casa, me planté delante de la puerta de chapa que habían cerrado, apreté el puño, lo suspendí... iba a tocar. Los oí reír. Titubeé.

Iba a llamarlos y decirles que estaba vivo. Que los extrañaba y que, de alguna extraña manera, pensar en ellos había hecho que me moviera hasta allí.

Pero me detuve en la puerta.

Comprimí los labios y me los mordí. Ellos estaban a salvo, habían empezado otra vida en una ciudad populosa y alejada de los portales, por alguna razón estaban en África, porque había pocos agentes allí ya que los trotadores solían evitar los sitios con pocos portales.

No era lo mejor aparecerme de la nada después de un año y arruinarles todo su plan de huida. Les iba a traer los mismos problemas que los habían llevado a esa casa. Los ojos se me nublaron. Me di un cachetazo en la mejilla, no iba a llorar, no era el momento, tenía muchos problemas.

Mis amigos en el Triángulo, el mundo entero iba a caer bajo las Catástrofes, mis amigos desaparecidos, la Cura del Tiempo, el Concilio... faltaban menos de tres días para que tuviera lugar en Japón y era imposible aparecerme sin la Cura.

Así como era imposible aparecer ante mi madre sin mis hermanos.

No podría añadir un problema más a la lista, presentándome a mi familia. O a lo que quedaba de ella ¿Mi madre pensaba que estaba muerto? ¿Mi abuelo? ¿Qué había sucedido en Sídney? ¿Por qué el agente nos había ignorado por tanto tiempo y luego había decidido atacar? Nunca me dio una buena razón.

Él había dicho que tenía un alto cargo en el La Sociedad, con su poder e influencias pudo tapar que sus hijos adoptivos eran trotadores, pero tal vez no lo pudo ocultar más y por eso atacó ¿Había llegado a matarlos para eliminar pistas y no perder su puesto de trabajo? ¿Cómo habían logrado huir? ¿Por qué habían fingido su muerte? ¿Por qué mi abuela no había podido huir? ¿Él les avisó o solo los atacó?

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora