Los cobardes no mueren

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 Si alguien estaba en problemas entonces era su noche de suerte porque una tropilla de adolescentes gritones y entrenados cargaba en su ayuda. En menos de un minuto bajamos decenas de escaleras y nos precipitamos a la espesura de la selva.

 Un niño a mi lado cargaba un rifle y llevaba las mejillas repletas de dulces que robó antes de que todos abandonaran el observatorio.

 Seguimos un protocolo que nos habían enseñado para casos como esos, todo el mundo actuó con presteza, Hugo comandó y dio órdenes junto con Walton, Ed, Roma y otros. Rápidamente nos dividimos en patrullas de búsqueda, los que sabían manejar las artes extrañas prendieron fuego sus manos y se internaron como antorchas en la oscuridad. La selva abundaba de gritos que llamaban a la chica.

 En la noche el tupido follaje de los árboles obstaculizaba cualquier intento de luz que proviniera del cielo. La vegetación definía serpenteantes senderos angostos que te inducían a perderte con facilidad.

 La maleza siseaba al ser arrastrada, los pasos sonaban como suspiros. De noche la selva era igual de cálida y vaporosa que de día, había insectos revoloteando en el aire y correr implicaba sudar. En mi grupo estaban Miles, Petra, Amanda, Verónica Montes, Juana Domínguez y su novio J.J.

Nos habíamos apartado de los pocos caminos que habían construido y nos internamos en la oscuridad sin forma. J.J tropezó con una raíz abultada más de una vez.

Petra era la luz del grupo, en sus manos chispeaban llamas rojizas y vivas. Se había recogido el cabello antes, sobre su cabeza tenía un remolino de color caramelo, su piel bronceada estaba perlada del sudor y tenía una remera sin mangas adherida al cuerpo. Estaba agitada. De repente se detuvo y Verónica lo hizo con ella, el resto la imitó.

—¿Qué oíste P?

Así la llamaban algunos. A lo lejos lo único que se oían eran los gritos de llamado de las otras patrullas, podía ver antorchas a lo lejos. La chica ya debía haber aparecido. Reparé en lo que Petra había notado. Estábamos rodeados por los grupos de trotadores, los teníamos en todos los puntos cardinales, el alarido había sonado cerca. Estábamos rodeando a la víctima que por una razón misteriosa permanecía en silencio.

—Está aquí —susurró Petra y apagó su fuego bajando las manos.

Caminamos con sigilo un minuto hasta que escuché un sollozo. Nos detuvimos. Sostenía en mi mano la linterna del observatorio y en la otra aferraba a anguis. La encendí y alumbré un bulto tensionado y agitado, estaba con la espalda recostada contra la corteza de un árbol. Entonces la vi y peor aún la reconocí.

Era Lauren Manson. Ella y su novia Natalia Canfield habían desaparecido hace más de un mes, pero en realidad nadie las creyó desaparecidas, sólo pensaron que se fugaron. En ese momento por la expresión de todos supe que nos habíamos equivocado y que las habíamos olvidado.

Conocía a Natalia, ella era una fanática de la pirotecnia y siempre se involucraba en todos los festejos con sus fuegos artificiales; ella y James River eran considerados los reyes de los destellos, un nombre que se habían puesto ellos mismos. Incluso cuando ellos no metían las narices en las celebraciones los llaman porque si no se encontraban involucrados en los preparativos era difícil que fuera una fiesta. Para la celebración del doce de octubre ella había montado un espectáculo que le enseñó a las estrellas lo que era brillar.

Pero Natalia Canfield no se encontraba allí y no había nada que brillara a excepción de las lágrimas en los ojos de Lauren, era un resplandor opaco y triste. Lauren tenía una de sus manos apretujada contra el estómago.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora