La desleal a Deslealtad.

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Mientras corríamos a la salida, Phil me explicó lo que él hizo desde que nos separamos. Luego poner el disco con las nuevas instrucciones de la ciudad y formatear las pantallas había llevado a Sobe hasta el núcleo de la batalla. Allí se había encontrado con los niños y juntos habían combatido por horas. En parte fue gracias a él que estábamos ganando. Le gustaba presumir, pero en ese momento no estaba siendo petulante, decía la verdad. Si los niños lograron derribar una flota él se encargó de todas las demás. Había asesinado a muchos trotadores, monstruos y comerciantes de Gartet que usaban ese pasaje como atajo para sus barcos aéreos.

Me lo comentó como si no fuera la gran cosa, como si él estuviera acostumbrado a la grandeza o hablara de la audición para un comercial de artículos de limpieza. Después comentó que se alejó de la batalla porque no pudo ignorar más el olor de los hermanos Bramson. Fue a la muralla de pilares e hilos para buscarlos.

—No quiero decir que los hermanos Bramson están allí, quiero decir su olor está allí —explicó—. El olor que tenían las veces que los vi.

—¿Fragancia de bebés? —insistió Sobe—. ¡Estoy seguro de que hicieron un encargo a Miles! Usan eso y agua de rosas.

Phil meneó con la cabeza.

—No. Los olí. Seguí el rastro. Volé y vi a Berenice. Entonces fui por ustedes. No quisieron escucharme. Ni querían separarse. Yo no quiero que se maten.

Cuando estuve a punto de decirle que era imposible que el olor de los hermanos Bramson estuvieran allí y que usaran perfume para bebés, él me interrumpió porque se tiró al suelo como si fuera a hacer abdominales. Cuando aterrizó lo hizo con el porte majestuoso de la bestia cuervo. Antes me hubiera petrificado aturdido y habría contemplado con pasmo una transformación tan genuina y rápida. Pero ya estaba acostumbrándome a sus cambios de humor y apariencia, así que esquivé los huesos, tripas y pelo y me trepé a su lomo junto a Sobe, aferrándonos de las plumas. Él me ayudó porque vio que tenía el brazo quemado y trataba de limitar su uso.

Phil levantó vuelo de un salto y planeó sobre la ciudad, aunque era plena noche y las únicas luces que habían eran azules pude ver el desastre que quedó luego de las revueltas. También noté pequeños puntos caminando de aquí para allá, había más niños de los que me había imaginado deambulando sin rumbo o luchando con los pocos Palillos que quedaban.

Casi habíamos ganado. No, casi no. Habíamos ganado, solo que participar en la batalla me había alterado y estaba un poco fatalista.

Sonreí con los ojos anegados en lágrimas.

Ganamos. Ganamos.

Quise ser feliz, pero el corazón se me agitaba frenéticamente como un ferrocarril, temía por Berenice; no sabía qué había visto en los pilares como para quedarse del lado de las Ruinas Rojas y no entrar a la ciudad, pero temía que no sería nada bueno.

—Oh... ya entiendo. Oh, no —musitó Sobe, por más que bromeara se había quedado pensando en silencio.

Él se había ubicado detrás, yo estaba sentado cerca del cuello de Phil. Tuve que alzar el mentón y girar la cabeza para verlo y aun así solo podía mirar su perfil y el cabello seco como ramas agitarse contra el viento.

—¿Qué es lo que entiendes? ¿Qué pasa? —pregunté.

—Los hermanos Bramson antes de que ir a la casa de Phil pasaban por el pasaje de la nieve negra ¿Recuerdas? No podíamos respirar, era una cueva con arena negra y congelada como nieve. Ellos vendían esa sustancia como explosivos prácticamente atómicos. Así olían ellos cuando iban a lo de Phil... las pocas veces que lo visitaron.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora