II. Nunca digas que quieres té.

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 Estaba desplazándose cerca de las videocintas, delante de la escalera. Era larga, escamosa y oscura como la brea. Se trataba una serpiente que medía más de dos metros.

 Sus fauces estaban abiertas y tenía expuestos los colmillos que rezumaban veneno. Se encontraba erguida en posición de ataque, estaba a punto de saltar sobre Berenice. Me alcé y agarré lo primero que encontré a mano: una silla roja de juguete con la guitarra del rey pintada.

 Cuando la serpiente se aventó sobre ella la golpeé con la silla como si de un bate se tratara. El animal voló de la misma forma que si hiciera un jonrón, chocó con la pared y se deslizó detrás del sofá. Sobe y Petra se precipitaron a la habitación al escuchar el alboroto, permanecieron en la entrada y nos examinaron desconcertados.

 —Baja el arma, amigo —farfulló Sobe alzando las manos cuando me vio con la silla de juguete.

 No sé si lo dijo en broma, pero no tuve tiempo para averiguarlo porque los gritos de un hombre ocuparon todos mis pensamientos.

 Eran quejidos que sonaban como un oso rugiendo, luego como un perro apaleado y también como un humano desgañitándose. El sillón comenzó a deslizarse por el suelo como si alguien lo empujara desde atrás. Los ojos de Petra y Sobe se abrieron pasmados y desenfundaron sus armas. Berenice tenía un cuchillo en ristre y una mirada furiosa por haber sido pillada desprevenida.

Noté el peso de anguis en mis dedos y su aura oscura rodeándome.

De repente una mano se aferró del respaldo del sofá.

La mano tenía unas garras larguísimas que se encogían como si los dedos las engulleran, al achicarse dejaban hilillos de sangre en el sofá. Los quejidos guturales fueron volviéndose humanos. Unos omoplatos definidos en una espalda descubierta resurgieron de las sombras. De repente había un hombre de unos treinta años empujando aturdido el mueble y caminando a tumbos hacia nosotros.

No llevaba camisa, pero por suerte sí vestía un pantalón de pana marrón y un par de botas. Tenía barba de dos días, cabello castaño tupido, rasgos angulosos, cara cuadrada y ojos grises como la luna. Medía un metro noventa y era un poco musculoso. Aun así, no se veía amenazador, parecía que ni siquiera sabía dónde se encontraba. Nos examinó con el ceño fruncido y se aferró de un perchero de Elvis, para no caer, pero lo balanceaba en sus manos como si estuviera bailando con él.

—¿Quiénes son ustedes? —balbuceó desconcertado, su cabeza dio un giro brusco a la izquierda como si no soportara mirarnos, gruñó, las venas de su cuello se dilataron y bramó enfurecido—. ¿Qué demonios hacen en mi casa?

Dimos un respingo, pero no nos movimos de lugar.

Dicho eso cayó al suelo y se frotó la cabeza entonces supe que, de alguna manera, él había sido la serpiente que había golpeado. Me asombré porque nunca me había cruzado con algo como eso, pero la sorpresa no me quitó el aliento, podía procesarlo. No era algo tan difícil de entender como el hecho de que alguien le tenga ganas a Ed, eso sí, sería difícil de comprender.

Era cierto que nos había atacado, pero más allá de eso, éramos desconocidos que se habían sentado tranquilamente en su sala a tomar cola como si nada. Tenía derecho a estar enojado. Tal vez, si lo convencíamos de que no le haríamos daño, él se mostraría más amable. Después de todo, dependía de su amabilidad, si él se encaprichaba y se negaba a decirme qué era la Cura del Tiempo entonces estaba perdido. Ese hombre era la única pista que tenía.

Sobe se veía entretenido como si de repente las cosas tuvieran color.

Mascullé una maldición, convertí a anguis en un anillo, me incliné sobre él, lo agarré del brazo y lo puse en pie mientras (era muy pesado) hablaba:

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora