II. Soy un acosador certificado

268 43 18
                                    


Me uní a la multitud de una avenida, un autobús de turistas levantó una corriente de aire al pasar a mi lado. Un auto negro se estacionó al final de la callejuela, me puse alerta, pero se trataba de un hombre que entró en una tienda, no era La Sociedad. Relajeé mí postura tensa como la cuerda de un arco y continué caminando.

Por esas calles había muchas galerías de arte, museos, iglesias y restaurantes, los escaparates de las tiendas relucían con la luz del mediodía.

Me interné en el Ponte di Chiaia cuyas paredes estaban revestidas de graffitis y manchas de humedad, además de contar con unas rejas de tela metálica para que la gente no se arrojara abajo. Sumamente encantador. El puente terminaba donde comenzaban los edificios de modo que parecía pegado a ellos.

Una voz me detuvo.

No sólo fue una voz también fue el empujón que me dio esa persona, perdí estabilidad, me estrellé contra una pared y antes de tener la posibilidad de defenderme, me agarró del brazo y me lo dobló en un ángulo que doliera.

—¿Qué estás planeando?

Era Petra, parpadeé desconcertado. Hubiera esperado esa golpiza de Dagna pero no de ella. Gruñí, sabía que uno de ellos me seguiría. Tenía amigos más entrometidos que las vecinas cincuentonas.

Desde el último año que había perdido a mi familia en un misterioso incendio donde desaparecieron, que mi identidad había sido borrada del mapa y que al regresar al Triángulo habían dicho que yo era el último trotamundos que había visto el libro de Solutio y que tenía la posibilidad de ser el punto débil de Gartet, junto con Sobe, además de que podía ser la ruina o la salvación de la raza de trotamundos; desde que todo eso me pasara en un mes tenía la ligera sospecha de que mis amigos me vigilaban y no me dejaban sólo para ver qué me traía entre manos.

Apostaba todo a que la idea había salido de Walton, era un chico de diecinueve años que cuando se trataba de sus amigos adquiría una actitud de mamá osa protectora.

—¿Por qué me seguiste? —mascullé con la mejilla comprimida contra la pared, rogando para mi interior que no haya cámaras de seguridad que puedan filmar eso.

Pensé que también la tela metálica había sido puesta para que amigas sicóticas no te lanzaran por accidente cuando te daban una paliza. Las personas transcurrían a nuestro alrededor como si no nos vieran, de seguro Petra se encargó de que así sea.

—Yo pregunté primero —masculló ella con aire superior.

—Y yo pregunté segundo ¿Cuál con esa? ¿eh? ¿Por qué me seguiste?

Petra entornó la mirada, no le gustaba que las personas la contradijeran o le dijeran qué hacer, siempre era mandona y manipuladora. Pero sorprendentemente cedió, suspiró, me soltó lentamente y se cruzó de brazos para hablar.

Estaba vestida como para un recital de Coachella ese show donde todos van vestidos como hippies, pero usan atuendos tan caros que harían estremecer hasta la tarjeta de crédito de un empresario. Se veía glamurosa y enfadada.

—Ya sabes la respuesta Jonás, hace un año acusaron a Sobe a ti de ser la destrucción de la raza de trotadores, lo anunciaron una semana después de que perdieras a tu familia y antes de perder a tu madre y abuelos te enteraste que te habían dado por muerto y te montaron un funeral.

—Gracias por mencionar todos mis logros en la vida, creo que debo invitarte más seguido al cine.

Ella no hizo caso a mi comentario y continuó:

—¡Ah, pero se me olvidaba! Unos días previos un sanctus te dijo que Dracma Malgor sabría qué hacer si le dabas una clave tonta, entonces él, de alguna manera, te acercaría a tus hermanos.

Me crucé de brazos imitándola, incliné mi cadera hacia un costado como solía hacer ella e interpreté a la perfección su tono de voz estresante.

—¿Entonces para qué preguntas qué planeo? —inquirí y eso la puso más furiosa—. Al parecer lo sabes todo.

Frunció el entrecejo.

—No vas a molestarme y sea a donde sea que vayas te sigo.

—Los acosadores suelen ir a prisión.

—Pues recuerda dónde me conociste, menso.

En una prisión, touche, pero yo no había sido arrestado como ella.

—Ni te propongas ser grosero conmigo para alejarme —dictaminó casi orgullosa—, no va a funcionar. Ese truco barato de fingir ser oscuro no se lo traga nadie, sabemos que no eres así. Hace unos minutos estabas hablándome lindo en el cine.

Puse los ojos en blanco.

—Porque era un cine y pretendía distraerme contigo, no entiendo italiano.

—Cierra la boca Brown pude ver como buscabas un asiento cerca de mí.

—Tú te sentaste a mi lado.

—No, tú lo hiciste.

Me encogí de hombros como si me diera igual e inspiré aire, en qué maldito momento Petra se había convertido en mi hermana Narel.

—Tal vez lo haya hecho, pero era porque pretendía levantarme luego.

Ella parpadeó.

—Tú lo hiciste —insistió.

—¡Eso no pasó! —estallé y negué con la cabeza.

Petra rio porque había logrado molestarme y no al revés, suspiré con una sonrisa que trataba de suprimir. Había ganado, tenía que reconocerlo, era buena persuadiendo.

—El lugar está en una calle llamada via Partenope —metí las manos en los bolsillos, saqué el papel arrugado que era mi mapa y se lo ofrecí, ella lo inspeccionó con detenimiento—. Es un hotel abandonado, la calle da al mar y a una minúscula península, es como un islote, donde está el... —no entendí mi letra y me asomé— el castillo dell'ovo y al lado un embarcadero.

 De repente sentí unos pasos sobre la acera, sonaban presurosos y corrían hacia nosotros. Me volteé para observar cómo Berenice y Sobe aparecían en el comienzo del puente y se aproximaban hacia nosotros. Berenice con la expresión de un cochero fúnebre, Sobe con una sonrisa de feliz cumpleaños. Observé a Petra con reproche y ella abrió los ojos.

—Ah, olvidé mencionártelo —comentó con la voz divertida y recostó la espalda contra la pared de una casa—, yo era una distracción para que nuestros amigos, que no me siguen el paso, puedan alcanzarnos —sonrió—. Siempre caes fácil, Jonás.

Cuando Sobe nos alcanzó se frotó las manos como si estuviera a punto de zamparse un plato de congrí.

—¿De qué me perdí?

—Lo humillé a Jonás, pero eso puedes verlo en otro momento, siempre se repite.

—Ja, ja —me quejé.

Petra aclaró su garganta con seriedad.

—Vamos a ir a un hotel —explicó enderezándose.

—¿Cómo se llama el hotel? —inquirió Berenice con aire formal y críptico, se veía como si estuviera en mitad de un transe, sus ojos no expresaban nada, tenían tanta profundidad como la mirada de un maniquí.

 Estaba vestida con unos pantalones cortos, botas militares y remera manga larga. Todo negro, su color favorito. Un pañuelo oscuro con calaveras cubría su marcador, una máquina que siempre tenía en el antebrazo y no podía extirpar o moriría. Su cabello era ensortijado y azabache y su piel pálida como las nubes no conocía la definición de bronceador. Berenice hablaba con los ojos lo que era admirable y perturbador, pero en ese momento su mirada permaneció muda y vacía.

 —Hotel Royal Continental —respondí avanzando por las calles, el lugar estaba a unas diez manzanas del cine.

 Petra arqueó las cejas.

 —Continental, tiene sentido si es una guarida de trotadores renegados.

 No tenía sentido para mí, pero le sonreí.

Los miedos incurables de Jonás Brown [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora