Junio, 10
Salgo del edificio con el corazón palpitando en mis oídos a causa de los nervios que no me han dejado pegar un solo ojo en toda la noche. Los guardias vestidos pulcramente con trajes negros me observan sin ningún disimulo, creyendo quizás que he metido a Mía en la diminuta bolsa dónde traigo mis cosas.
Han pasado dos semanas y un día desde aquella discusión, desde la última vez que nos dirigimos la palabra. En todos estos días, las cosas seguían marchando igual; guardias custodiando el edificio a toda hora, moviéndose a cada lugar al que mi hija iba, Carmen mirándome como sí fuera la peor criminal del mundo, Mía compartiendo su cercanía con su padre y conmigo, bajo la misma regla que hace semanas el rubio interpuso.
Aunque en definitiva algunos puntos de estas reglas habían cambiados. Para ser más exactos; él había bajado la guardia, metafórica y literalmente. Me había visto tan callada y quieta en las últimas semanas que quizás creyó que había desistido de la idea de irme.
Y de eso, me he estado aprovechando en las últimas semanas.
Pues la seguridad dentro del apartamento había disminuido; los guardias que antes se instalaban en el salón principal del penthause día y noche, ahora sólo lo hacían en el horario nocturno, al igual que los que cuidaban la salida de las escaleras de emergencia.
Es por ello que, al empezar a trazar un nuevo plan de escape, puse como prioridad salir del edificio a plena luz del día.
Descabellado, lo sé.
Considerando justamente el hecho de que en este mismo instante tenía más de diez pares de ojos sobre mí, salir con Mía del edificio sería una gran perdida de tiempo. Es por ello que Mía, no saldría conmigo.
Miro el reloj en mi muñeca, intentando de esta manera disimular los nervios que me producen ganas de vomitar. La hora cae sobre la una y media de la tarde, trago saliva siendo completamente consciente que faltan tan solo treinta minutos para que todo esto, empiece.
El universo parace estar en mi contra este día, y me lo demuestra con una fuerte tormenta que te empuja a pensar que el cielo está por caerse. Me abrazo a mí misma resguardandome aún más bajo la lona blanca y elegante que se extiende desde las puertas principales del edificio hasta el inicio de la acera peatonal.
Cuido disimuladamente que el abrigo blanco este cumpliendo perfectamente con el motivo por el que lo elegí. Y sí, al ser uno de los más grandes, disimula a la perfección mi pequeño vientre de mes y medio, el cual crece a pasos agigantados.
En un par de semanas tendré dos meses y pareceré de cuatro.
He tenido que acoplarme a los cambios rápidos, e improvisar con la ropa más grandes que tengo refugios que oculten lo que dentro de mí intento proteger. Este cambio, por supuesto ha incrementado la duda de Carmen, y disminuido mi tranquilidad, pues, siento que el tiempo se me acaba y que pronto ya no necesitará ninguna prueba para ir a decirle a su niño que espero otro hijo de él, ya qué mi cuerpo le echará en cara las pruebas que ansía ya tener.
Suelto aire cuidadosamente, mientras mis ojos se fijan en el vehículo amarillo que se detiene frente a la acera y detrás de un Audi rojo, perteneciente a uno de los residentes del edificio, y que a unos metros de mí, espera que la lluvia cese un poco, mientras habla animadamente con sus dos hijas gemelas de diez años.
Vive aquí desde hace más de quince años, él y su esposa poseen uno de los mejores apartamentos del edificio. Al sentir mi mirada, ladea su cabeza en mi dirección y una sonrisa de medio lado se extiende por sus labios finos. Alza su mano y me saluda amablemente al tiempo que las pequeñas también se enfocan en mí y hacen el mismo gesto que su padre, a diferencia que ellas mueven sus manos con efusividad.
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Mil pedazos.
De TodoPromesas sin cumplir. Un profundo vacío. Un amor obligado a terminar. Lágrimas de dolor. Una hija por quién seguir. Y el alma en mil pedazos. Eso fué lo qué Damián dejó a Ámbar en el momento exacto en que su corazón dejó de latir. Él llegó a ella pa...