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Noviembre, 12




Ámbar.



Todo me da vueltas, siento el cielo caerseme encima, mi corazón no aminora su marcha, mis ojos no paran de lagrimear, ni mi cuerpo de temblar. Tengo muchas ganas de vomitar, mi garganta duele, duele mucho y mi respiración no es la mejor.

Mis sienes palpitan, mi mirada es borrosa y el maldito tubo sigue en mi boca, acentuando el sabor a sangre.

Tengo miedo, nunca me había sentido tan mal.

Escucho voces pero soy incapaz de entender lo que dicen, pero puedo deducir el desespero que me agobia aún más. Quiero moverme, quiero mover mi cabeza, pero no puedo, el dolor no me lo permite y las manos de los paramédicos que hablan entre sí, no me dan tregua a la hora de intentar mover mis débiles y temblorosos brazos.

Quiero hablar y tampoco puedo, mi llanto empieza a ser desesperado y el temblor en mi cuerpo se hace más fuerte, más alarmante.

¿Dónde está? ¿Dónde están todos? ¿Mi hija? No quiero estar sola, ya no más.

-Debe calmarse, señorita.- me habla uno de los paramédicos intentado mostrarse calmado, pero falla olímpicamente.

A penas puedo ver su rostro borroso, pues la luz de la ambulancia me lastima los ojos y las lágrimas impiden aún más mi visibilidad. Intento hablarle, decirle que me ayude, pero tan pronto como abro la boca, siento una arcada que me sacude y la sangre vuelve a salir por los costados se mi boca.

Lloro cerrando los ojos con fuerza cuando el dolor en mi garganta me aturde. Me duele, me arde, siento como sí tuviera un millón de agujas subiendo y bajando constantemente, desgarrando así las paredes de mi garganta.

El paramédico me toma entre sus manos sin ningún esfuerzo, y se encarga de mantenerme de lado para evitar que me ahogue con la sangre.

-No debió intentar sacarse el tubo respiratorio usted sola.- dice el hombre sobando mi espalda.

Dejo de escuchar el alarmante sonido de la sirena de la ambulancia cuando el paramédico vuelve a dejarme sobre la dura camilla. Casi no puedo ver nada, pero oigo claramente como abren las puertas y seguidamente arrastran la camilla hacia afuera.

El cielo oscuro y la brisa fría me reciben cuando me sacan, y a pesar que mi cuerpo rechaza la baja temperatura, yo la agradezco; agradezco sentir el aire natural, agradezco mirar el cielo una vez más después de que creí que jamás lo volvería a ver, después de que creí que moriría postrada en una cama sumergida en una densa oscuridad y sin volver a ver, a escuchar a mi familia.

Escucho las ruedas deslizarse sobre el piso con premura, veo a dos paramédicos llevarme con rapidez a no sé dónde sin dejar de arrastrar también la máquina a la que estoy conectada por medio del tubo respiratorio. Los paramédicos gritan al aire mi estado, que básicamente es resumido por uno de ellos como crítico.

Escucho el bullicio de todo a mi alrededor, bullicio que me ensordece mientras siento dolor en todos lados, mientras lloro desconsoladamente y mis ojos se pierden en las luces distorsionadas del techo.

¿Dónde está? ¿Sigue sin querer verme?

No quiero estar sola, tengo miedo, tengo muchísimo miedo.

Intento levantar una mano, llamar la atención del paramédico, pero sus manos en mis brazos no me permiten alzarlos. Siento que mi cuerpo es incapaz de dejar de sacudirse, no sé qué me pasa, quiero dejar de temblar, pero no puedo, no puedo hacer nada... No tengo ningún poder sobre mi cuerpo.

Mil pedazos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora