III

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Pasaba de las diez de la mañana cuando entraron al edificio restaurado de Griddy's Doughnuts. Nada más empujar la puerta de cristal y oír el metálico tintineo de la campanilla superior, Cinco se puso alerta. Miró con minuciosidad el lugar, evaluando hasta el último rincón del restaurante, recordando sus pasados enfrentamientos con miembros de la comisión que querían destruirlo a toda costa.

Habría sugerido otro sitio para merendar, pero Klaus era demasiado testarudo y no entendería razones a menos que le desglosara a detalle las peripecias pasadas que, con toda seguridad, olvidaría, si tenía que retroceder nuevamente en el tiempo para alterar el orden de las cosas, como ya había hecho tantas veces.

Cinco fue a sentarse en una de las mesas del rincón, la más apartada de la puerta, a buen resguardo de la cristalería que fungía de fachada. Klaus lo imitó en  acto, mirándolo fijamente con sus ojos expresivos y melados. De pronto Cinco lo vio estirarse, hacer sonar ostensiblemente sus articulaciones y finalmente estirar los brazos sobre la mesa hasta él. Previendo que su objetivo eran sus manos, Cinco se enderezó en el banquillo y apartó las suyas. Sus soliviantados sentidos agudizados ante la mueca de reproche que ahora portaba Klaus.

—Veo indispensable imponer algunas normas para nuestra futura convivencia— mascó indolente por el intento de fingido puchero de su oyente—. Primeramente debes respetar mi espacio personal. No me toques de ninguna manera a no ser que sea absolutamente necesario.

Sin objetar nada, Klaus chasqueó la boca y retrocedió el cuerpo con fastidio para tomar el menú de la mesa.

—Y segundo— priorizó Cinco, tomando a su vez la carta a su costado—. No confundas nuestro intercambio de favores. Me ayudas a alcanzar mi objetivo, te ayudo a mantenerte limpio, y cada quien por su cuenta.

Klaus, que estaba listo para arremeter toda suerte de oposiciones hacia semejantes condiciones no estipuladas al comienzo de la empresa, cerró los labios al ver a la mesera acercarse libreta en mano para tomar la orden.

—Para mi serán dos donas con miel de maple y una malteada de capuchino sin crema batida— pidió Klaus, atento al semblante impasible de Cinco, a sus álgidos e indescifrables ojos azules.

La mesera, una chica alta y pelirroja garabateó a prisa el pedido para volverse hacia el chico.

—¿Qué desea el pequeñuelo?

Los labios de Klaus vibraron al intentar contener la risa por semejante apelativo. Tuvo que escudarse el rostro con el menú para salvar la vida. Entonces oyó la voz de Cinco, aterciopelada y cargada de cinismo como solía entonarla siempre que se le hería en su férreo orgullo y tenía que incurrir a un agravio previamente tinturado de sarcasmo.

—Para el pequeño— articuló Cinco, elevando las comisuras de sus labios en una sonrisa falaz y forzada—. Un expresso fuerte como el mismo infierno.
***

—¿Es necesario ir tan rápido?— se quejó Klaus a espaldas de Cinco, tratando de apretar el paso.

Cinco exhaló con impávida serenidad antes de aminorar la marcha. El sol había descendido entre las nubes y bañaba el horizonte en fuertes matices naranjas. Era cerca del mediodía. No tendría que estar desperdiciando el tiempo de esa forma teniendo una misión tan relevante de por medio. Suficiente era invertir esos días junto al cabeza hueca de Klaus. Sin embargo era primordial hacer esa parada.

—Mi destino está a dos manzanas de aquí.— le hizo saber cuando Klaus le dio alcance. La razón de que este no pudiera caminar tan rápido era por la pesada merienda previamente ingerida—. Necesito que me acompañes. Es menester vigilarte para evitar que ingieras cualquier porquería.

—Si al menos me explicaras a donde vamos y por qué— debatió Klaus, sujetándose las rodillas para jalar un poco de aire. Las punzadas de ansiedad seguían haciendo mella en su sistema. Esperaba el mínimo descuido de Cinco para poder ir a agenciarse un poco de polvo. Se conformaba con un porro a esas alturas. Al diablo la ética de Ben.

Si quería ser de ayuda, pero no veía importante el tener que deslindarse por completo de sus calmantes. En cualquier momento empezarían a atormentarlo las visiones y sería incapaz de enfrentarlas.

—Si tanto quieres saber— le increpó Cinco con aire de superioridad, reduciendo gradualmente la velocidad de la marcha—. Necesito ir al almacén de ropa. Hay una cosa que debo verificar antes de volver a la mansión.

La curiosidad de Klaus se disparó ante la misteriosa mención. Cinco jamás usaba prendas que no fueran el uniforme reglamentario de la academia umbrella.

¿Acaso pretendía comprar ropa informal?

No podía imaginarlo con otra indumentaria que no fuera la actual. Pantalones cortos, saco, medias largas y oscuras, pero estaba convencido de que cualquier cosa le sentaría de maravilla y se vería bastante sensual.

—¿Por qué tienes esa sonrisa de idiota?— le azuzó Cinco al reparar en ello. Klaus carraspeó para alejar los pensamientos indecentes de su cabeza. Que suerte que Cinco no pudiera leer la mente o estaría metido en serios problemas.

—Recordé un chiste que me contó Ben— Se excusó con un encogimiento de hombros.

Diez minutos más tarde llegaron al colosal edificio. Cinco lo exhortó a esperarle en la segunda planta, pero la curiosidad de Klaus le picaba como molestas agujas en la piel y pronto también pasó de largo a varias personas, mezclándose con la clientela para seguir el firme recorrido de Cinco por la escalinata.

Menuda impulsividad suya. Por un lado quería saber de qué iba el asunto y todo ese misticismo esparcido por quien se autoproclamaba amo del tiempo. Por otra parte sabía que debía quedarse cerca de él para evitar que corriera peligro. Ya había tenido una conversación en noches pasadas con Vanya y estaba al tanto de que había personas con capacidades especiales buscando a su hermano. Si podía serle de ayuda esta vez para variar, se daría por bien servido.

Empezaba a sospechar sobre fetiches al ver el anuncio del pasillo de ropa de dama cuando vio a Cinco de pie ante un maniquí. Klaus tuvo que retroceder un paso y esconderse tras una percha de pijamas para no ser descubierto.

Cinco pasaba el dorso de su mano con delicadeza por la mejilla de la figura. De pronto le vio inclinarse para susurrar algo a su oído y depositar un beso casto en los inertes labios.

La estupefacción de presenciar aquello fue tal, que Klaus se quedó de pie, petrificado aún cuando vio a Cinco devolverse sobre sus pasos para abandonar el almacén.

¿Qué acababa de ver?, ¿Su brillante hermano finalmente había enloquecido?

Peor, ¡¿Por qué de pronto sentía celos de un maniquí?!

Quid pro quo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora