XXXIII

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Klaus estaba cansado, aburrido y enfadado. Había recorrido cerca de quince kilómetros a pie por la carretera y muchos más por autobuses y metros.

Todo en balde. No había encontrado al grandulon de Luther por ningún lado. Era como si la tierra se lo hubiera tragado. O quizá su búsqueda infructuosa se debía a que no había buscado con el mismo esmero que puso en la búsqueda de su amado.

No entendía aún la importancia de reunir a todos sus hermanos. Vamos, que los extrañaba bastante, pero qué necesidad había de estropear su felicidad ahora que al fin estaba al lado de Cinco.

Conociendo al resto, lo más probable era que no quisieran ser encontrados.

¿Y qué si habían hecho su vida en ese universo paralelo, existencia pasada o lo que fuera?

Pero Cinco insistía en que debían estar todos. Así pues, Klaus había desgastado las suelas nuevas de sus botas para nada.

Buscó en antros, clubes nocturnos clandestinos y rings de boxeo. Preguntó por doquier y hasta sobornó a algunos dueños de clubes para tener el listado de los nombres de clientes asiduos y trabajadores.

Había cumplido su parte. Y sus fieles hacían lo propio en la zona sur de la ciudad.

Embargado de una gran pesadez, casi arrastrando los pies, Klaus entró al establecimiento previamente acordado y tomó asiento en la primera mesa. Después se sopló un rizo caoba que pendía rebelde cerca de su ojo izquierdo. Cuando la camarera se acercó, pidió un enorme vaso con agua y hielos, dos cafés y cualquier botana para acompañar. En realidad no tenía nada de apetito, pero la cuestión era no ser echado de allí. Habían acordado ese lugar como punto de encuentro.

Desganado, se bebió el vaso y pidió otro. Luego comió unos puñados de frituras. Ya se disponía a pedir una bebida alcohólica cuando Cinco acudió a su mesa. El porte elegante y distinguido que tan bien lo caracterizaba, se había eclipsado ligeramente debido a la exhaustiva empresa a la que se había sometido.

Visiblemente agotado, Cinco Hargreeves se dejó caer en el asiento frente a Klaus.

Apático y con los labios rígidos, entrelazó las manos sobre la mesa y posó sobre estas la barbilla. Tenía el cabello un poco revuelto y lucía algo agitado. Verlo en aquel estado disparó un impulso eléctrico en el vientre de Klaus.

"Es tan bello"

—¿Lo encontraste?

Klaus suspiró. Claro. Se había olvidado del asunto primordial para hallarse en ese lugar. Nada de citas. Para Cinco aquello que estaba relacionado con el apocalipsis tenía más relevancia que todo lo demás. Klaus dudó si la relación de ellos también estaba por encima, pero la respuesta era más que evidente y dolorosa como para replantearsela verbalmente.

—Fui a todos los sitios señalados en el mapa— se levantó para tomar asiento al lado de Cinco y deslizó despacio su mano por la rodilla de este, ansiando tocarlo—. No hay rastro de Luther. Lo siento, Cinco. Si quieres...

—Encontré a Diego— lo interrumpió el susodicho, apartando la mano intrusa con delicadeza.

Siempre tan correcto.

Entonces Klaus reparó en lo dicho.

—Es genial— exclamó entusiasmado. Uno menos en la lista. Entre más pronto encontrarán al resto, más rápido podría estar a solas con su chico de forma romántica—. ¿Qué dijo?

Los finos labios rosados describieron media parábola hacia abajo. El entrecejo de Cinco se frunció con notoria molestia.

—Esta en una institución mental. Dijo que me fuera al diablo— espetó y acto seguido tomó la taza con café frío que Klaus había ordenado media hora antes. Dio un pronunciado sorbo antes de continuar—. El muy imbécil está obsesionado con querer impedir la muerte del presidente. Es lo único que le importa.

Quid pro quo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora