XIX

154 21 1
                                    

Tendiendose boca abajo sobre uno de los camastros destinados a los ejercicios de respiración matutina, Cinco decidió que era momento de tomar un descanso y un baño de sol para su pálida piel. Su chaqueta del uniforme, el chaleco a cuadros, la corbata y la playera blanca yacían pulcramente doblados sobre la hierba junto a la cama plegable.

Había pasado los últimos cuatro años de su vida engendrando toda clase de estratagemas para detener el apocalipsis. Estaba cansado, harto, frustrado de tener que ser el cabecilla de aquella familia disfuncional e ingrata que no apreciaba una pizca de su esfuerzo.

Encontrar a Klaus supuso demasiado agotamiento, no solo a grado físico. Sus emociones se salían de control siempre que se trataba del adicto cabeza hueca.

Quería olvidarse por un día de todos los problemas. Relajarse un poco y no hacer nada. No se preocuparía por el fin del mundo, por hacer cálculos para escatimar en el tiempo que le quedaba, no dedicaría un solo pensamiento a sus hermanos o a la extraña línea de tiempo en que se hallaba actualmente. Se olvidaría incluso de Klaus, Ben y lo acontecido los días pasados. Ese era su día. El día de Cinco Hargreeves.

Dolores podría apañarselas sola por un día. Ya regresaría por ella y la llevaría a la mansión junto al resto de sus pertenencias. Porque si, había que ser un completo imbécil para no quedarse en tan opulento sitio. Estaba hastiado de errar de época en época, y de un lugar a otro. Su apartamento no poseía ni la cuarta parte de los lujos en que se vanagloriaban Klaus y Ben.

Sumido en un trance de serenidad, Cinco cruzó los brazos bajo su barbilla y apoyó la mejilla para dormitar un buen rato. El espeso follaje de la copa del roble impedía el paso directo a los rayos del sol del mediodía provenientes del horizonte, dejando traspasar apenas una tenue y cálida resolana que le acariciaba gratamente la piel expuesta.

La mansión era un completo caos a esa hora pues los devotos del culto se preparaban para llevar a cabo una especie de bautizo del que Cinco no había querido enterarse. Aquella locura era trabajo de Klaus. Si quería lavarle el cerebro a esas personas, ya era su problema, pero él no tenía porque ser espectador o siquiera participe del descarado timo. Sólo quería descansar.

Y estaba logrando muy bien su cometido hasta que unas manos intrusas cubiertas de alguna sustancia fría y espesa le empezaron a frotar insistentemente los hombros.

—Mmh, ¿Klaus?— entre fastidiado e incómodo Cinco entreabrió un ojo. Las manos del susodicho iban y venían desde sus omóplatos hasta ascender en sendos y delicados movimientos circulares por sus hombros. Se sentía increíblemente bien, tenía que admitirlo a su pesar.

—Solo relájate— el quedo susurro reverberó acompañado de un suave e insinuante soplo contra su oído.

El intento por incorporarse de Cinco quedó en medio de un infructuoso movimiento. Apenas había despegado el torso de la camilla cuando Klaus lo empujó de vuelta y se sentó encima de sus caderas con tal descaro que Cinco sintió la sangre agolparsele en el rostro. Tremuloso cual hoja sacudida por el viento, se sintió derretir bajo las manos habilidosas que presionaban los costados de su espalda. Los largos dedos de Klaus iniciaban de vuelta el firme ascenso por su columna dorsal para regresar de igual manera hasta los músculos espinales, distendiendo toda la tensión acumulada.

Sucumbiendo al inherente gozo del masaje aunado a la innegable experticia de Klaus, Cinco se abandonó por completo y lo dejó hacer. Ladeó el rostro sobre la camilla y cerró de nuevo los ojos, cediendo, disfrutando.

Y no fue hasta varios minutos más tarde que despertó. Mas que debido al cese del masaje, a causa de los tibios y húmedos roces en su nuca.

Confuso y desorientado, Cinco se percató de los sutiles besos que Klaus repartía a diestra y siniestra a su espalda. 

—Klaus, sal de encima— le exigió sin la mínima intención de moverse. A tal grado de relajación había llegado su cuerpo que le parecía un imposible levantarse en ese momento.

—Te...te deseo, Cinco. Y mucho.

El ronco siseo cargado de lujuria fue el detonante que lo hizo apartarlo y levantarse de inmediato.

Caído en el césped, Klaus le dirigió una larga e indescifrable mirada al tiempo que se escudaba con las mudas del uniforme para encubrirse parte del pantalón.

Cinco, que no se sentía en condiciones de deducir nada, le quitó las prendas de las manos y procuró indiferencia al notar la zona abultada que el pseudo Mesías trataba de ocultar.

—Fue...no es lo que...

Los balbuceos incoherentes e inconexos de Klaus se perdieron a medida que Cinco se alejaba del jardín a grandes zancadas. A mitad de la escalera de la mansión, Klaus le dio alcance, sujetándolo del brazo para frenar su raudo avance por los peldaños.

—Lo lamento.

Los ojos mieles rezumaban un profundo arrepentimiento. No obstante Cinco hizo caso omiso a la disculpa y siguió su camino con absoluta antipatía.

Temeroso de verlo empacar sus cosas para irse, Klaus quiso retomar su intento de disculpa. Corrió por el pasillo y, ni bien entró a la habitación de huéspedes, Cinco se arrojó a sus labios, rodeandole el cuello con ambos brazos. Fue una acción imprevista, hosca y torpe, pero para Klaus se sintió como haber entrado a un ascensor cuyo destino era el mismo cielo.

Quid pro quo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora