XXXVII

102 12 1
                                    

Cinco se mantuvo quieto al oír los suaves golpes contra la puerta de su dormitorio.

Sumergido en las sombras del cuarto, se entretuvo en anudarse la corbata. No tenía ninguna prisa por bajar. En realidad en ese momento lo último que quería hacer era abandonar la habitación.

No estaba de ánimo para nada y tampoco tenía apetito. Hecho yuxtapuesto, su estómago se había contraído en un molesto nudo.

¿Cómo pretendía Klaus que corriera a Elliott?

¿De qué manera se lo diría?

Ya había barajado las múltiples posibilidades durante la tarde que se hubo encerrado a cal y canto en la habitación provisional. Luego de tomar una entretenida y relajante ducha en la regadera y haber descansado un poco, Cinco se había puesto a meditar concienzudamente en la demanda de Klaus.

Sabía que, en parte, estaba en lo correcto. No era apropiado ni mucho menos mantener a Elliott cerca de ellos. No obstante, Elliott había sido un pilar importante durante los tres duros y solitarios años en ese universo paralelo.   Cinco no habría soportado permanecer nuevamente solo y errando en aquella oscuridad emocional abrasiva, devoradora y absoluta que le había acompañado en su larga y trágica estadía en la tierra tras el apocalipsis.

Encontrar a una persona tan amable como Elliott en esa realidad alterna había sido como recibir un grato y casi extinto cúmulo de esperanza.

Con Reginald, Cinco había tenido que esforzarse al máximo, tratando de superarse cada día al competir contra sus hermanos, darlo todo en los entrenamientos y las misiones, ¿Y para qué?

Nada había servido. Al final su padre adoptivo, aquel excéntrico y estricto millonario que debiera haberle insuflado algo más que su eterna evasiva de hielo y sus crueles regaños, lo había hecho a un lado.

Cinco no recordaba haber recibido la mínima muestra de afecto. Un abrazo, una felicitación, una sonrisa cálida.

Para Reginald su mundo entero eran los negocios y el uso que pudiera darles a sus hijos superdotados en beneficio propio.

Reginald era egoísta, ruin, un bloque de hielo.

Todo lo opuesto a lo que Elliott era y representaba. Junto a Elliott, Cinco había recuperado una parte de la figura paterna que con tanto desespero había anhelado desde su infancia.

Y Klaus no lo comprendía. Ni lo haría nunca. Porque Klaus no había estado esos tres años conviviendo con Elliott. Para Klaus era un desconocido, pero para Cinco era parte de su familia, una nueva y mejorada. Y la única forma de hacérselo saber a Klaus era logrando que viera lo mismo que él veía.

Pero ya no había tiempo.

Su diatriba se había pronunciado en vano, porque Klaus quería a Elliott fuera de la mansión esa misma noche. La situación que debía suscitarse era una completa antípoda de lo que Cinco quería.

Era verdaderamente frustrante. Tanto que Cinco había decidido no salir de su habitación hasta llegada la hora acordada para la cena. Cuando menos se dio cuenta, una de las seguidoras de Klaus repitió el llamado a la puerta con los nudillos, está vez seguido del cantarino anuncio de que la cena ya había sido servida y que debía bajar pronto.

La hora había llegado, pero la resolución de Cinco seguía fluctuando, como las densas partículas de luz reflectadas por la luna y atrapadas dentro del cuarto.
***

Nada más constatar la hora en su reloj de bolsillo, Klaus se levantó de la silla del comedor y fue hasta la balaustrada de las escaleras. Número Cinco se erguía majestuoso y enhiesto en la cima de los peldaños, con su bella y acerada mirada azul índigo a juego con su americana marina y unos cortos pantaloncillos lisos. Su calzado impecable relucía en su descenso por la escalinata. Un tenue gesto gracil y soberbio se había cincelado en su faz tan pronto sus ojos azules se encontraron con los esmeraldas de Klaus, quien sintió que se le cortaba el aliento de lo bellamente impoluto que se veía.

Quid pro quo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora