61.- No te piques, amor

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La fina lluvia que las había acompañado hasta casa la noche anterior había continuado durante la madrugada con mayor o menor intensidad, haciendo que el mejor plan para esa mañana de domingo fuera estar abrazadas bajo el nórdico de la cama de Luisita hasta que sus estómagos comenzaron a dar señales de vida y, tras pasar por el aseo, se dirigieron al salón donde estaba el hermano de la rubia y su madre.

- Manolín, venga, ve terminando – apremió Manolita al pequeño de la casa. – Deja hueco para tu hermana y Amelia.

- Pero si acabo de empezar – protestó el chico con más atención en su teléfono móvil que en su desayuno.

- No te preocupes, Manolita, que tenemos hueco de sobra en la mesa – medió la morena.

- Sí, pero este niño se queda embobado con una mosca que pase y tiene que bajar al bar a ayudar, que Marcelino tiene que estar pendiente de la paella.

- ¿Cómo que tengo que bajar al bar? – preguntó sorprendido. – Tengo que estudiar y hacer cosas.

- Pues las haces a la tarde – intervino Luisita por primera vez. – Ayer bajaste sin que nadie te lo pidiera. Hoy bajas y, cuando comamos, te subes y estudias.

- Tengo mazo que estudiar, no me va a dar tiempo – replicó el adolescente.

- Verás como sí – su hermana mediana le guiñó el ojo.

- Luisita, hija, llama a tu hermana si no se despierta, que vino tardísimo esta madrugada. Yo me voy a tomar el vermú con Julia y voy directamente al bar.

- Vale.

- No bajéis muy tarde, aunque sabes que hasta las tres o después no podremos comer – expresó su madre. – ¡Manolín! Luego voy a preguntar a tu padre a qué hora has bajado – pronunció desde la entrada poniéndose el abrigo y anudándose un pañuelo al cuello para salir de casa.

- Joer... Sí que empieza mi madre fuerte la mañana – comentó la rubia en voz alta caminando hacia la cocina seguida de su novia.

- A ver cariño, son más de las once y un vermú no tiene la graduación del vodka ruso.

- No, ya...

- Tampoco creo que se acabe de levantar como nosotras, que nos ha dejado el desayuno preparado – señaló Amelia.

- Café y tostadas, ¿verdad? – demandó Luisita sacando las tazas y platos del mueble.

- Por favor – respondió la morena rodeándola por la espalda mientras ella ponía un par de rebanadas de pan sobre el tostador. – Me muero de hambre y a ti no te puedo comer, aunque me encantaría – la rubia emitió un leve gemido al sentir las yemas de los dedos de Amelia rozando su piel acompañando las palabras susurradas en su cuello y el suave mordisco en el lóbulo de su oreja interrumpido por el estruendo que provocaron los cubiertos de Manolín al caer al suelo.

- ¡Joder! – exclamó Luisita separándose de golpe de su chica.

- Perdón – pronunció inmóvil con la mirada fija en la pareja.

- ¿Estás bien? – preguntó la morena recomponiéndose. – ¿Te ha caído en el pie? ¿Te ha hecho daño?

- Eh... sí. Digo... no. No, estoy bien... quiero decir, que estoy bien, no me ha caído en el pie – contestó el chico nervioso. – Estoy bien.

- Dame, anda – dijo su hermana arrebatándole el tazón y el plato de las manos mientras Amelia recogía la cuchara y el cuchillo del suelo. – Tira a la ducha, y no pongas la música a tope, que está María durmiendo, si no se ha despertado ya con los ruidos – murmuró entre dientes. – Si lo que quiere es que te fijes en él lo está consiguiendo pero al revés – se dirigió a su novia.

Sueño de una noche de veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora