52- Volubles

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Raykel no pudo descifrar cuánto tiempo había permanecido allí, inmóvil, observando los cuerpos inertes de los tres hombres que yacían frente a él. Tampoco pudo calcular el lapso que transcurrió desde que Emir colgó el teléfono hasta su llegada. La noche había caído sin que él lo notara, y una legión de mosquitos lo acosaba sin cesar. El frío se adueñaba del sótano húmedo, y las ratas, asustadas, se desplazaban a su alrededor. Sin embargo, el shock le impedía tomar conciencia de todo ello. Su mente estaba en blanco, ajena a todo lo que sucedía a su alrededor.

Desde el instante en que Emir comenzó a descender apresurado por las escaleras polvorientas y desvencijadas, percibió el penetrante olor a sangre. Al llegar al umbral, se detuvo por unos segundos, horrorizado ante la visión de los cuerpos mutilados y a Raykel, de rodillas frente a ellos, temblando y salpicado de sangre. La urgencia y la desesperación que había sentido cuando Raykel lo llamó para pedirle que fuera a buscarlo, se transformó en algo más al verlo allí, tan aterrado y miserable.

Emir

No encuentro las palabras adecuadas para describirlo, lo juro. Sería más sencillo eludir este fragmento y narrar algo distinto, sería más fácil mentir. Podría plagiar alguna frase de una historia célebre, de una canción llena de tragedia o incluso solicitar al autor que lo describa en mi lugar. Podría decirles que mis rodillas perdieron fuerza, que sentí náuseas y el impulso de huir de allí por el miedo, que sentí repulsión hacia Raykel por lo que había hecho. Que me costaba respirar y que tenía el teléfono en las manos, listo para llamar a la policía. Pero esa no sería la verdad.

Lo que experimenté fue tan intenso que jamás había sentido algo similar. Era una fuerza que me impulsaba a abrazarlo, a protegerlo de todo mal, un sentimiento que me instaba a proporcionarle toda la seguridad que necesitaba en ese instante. Los cadáveres y la posibilidad de que esas personas tuvieran familias esperándolos en casa no me importaban. La justicia y las implicaciones morales de aquel acto horrendo quedaban en segundo plano. Lo único que realmente me importaba era él, solo Raykel.

Me lancé hacia él lo envolví en un abrazo. Al principio, se sobresaltó al sentirme, y sus temblores se intensificaron. Pero al reconocerme, se aferró a mí con tal fuerza que me dificultaba la respiración. El sonido de su llanto, la desesperación que se manifestaba a través de su cuerpo con espasmos frenéticos, y sus palabras lamentables que de vez en cuando quedaban ahogadas en sus lágrimas, eran una tortura para mí.

—Soy un monstruo, no merezco vivir. Em, ¿qué he hecho?

No sabía que decir. No tenía ningún recurso para liberarlo de la culpa que comenzaba a acosarlo. Tal vez solo podía intentar convencerlo de que no era su culpa. Prefería verlo engañarse a sí mismo antes que verlo sufrir. Prefería cargar yo con ese peso.

—Yo lo hice —dije, notando que mi voz temblaba—. Ray, yo lo hice. Yo los maté, no tú. ¿Entiendes?

Sujeté su rostro, manchado por la sangre y las lágrimas, y repetí las palabras una y otra vez hasta verlo asentir con resignación.

—Sí, fui yo. Mira.

Tomé el arma que yacía al lado de Raykel y unté la sangre que tenía en mis manos, extendiéndola después por mi ropa, mientras lo forzaba a sostener mi mirada. No tenía idea de lo que estaba haciendo, pero ya no podía ver más esa culpa que destellaban sus ojos. No iba a permitir que se desmoronara.

Raykel comenzó a reírse mientras miraba sus manos temblorosas cubierta de polvo y sangre, luego me miró y dijo:

—Tú lo hiciste, Em.

InestableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora