57- Me rompiste

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Emir

Más que mi propio dolor, lo que resultó insoportable durante todo este proceso fue presenciar la llegada de Rayden a la funeraria. Se abalanzó sobre el ataúd, devastado, golpeando la tapa sellada con una fuerza desesperada mientras gritaba que su hermano no podía estar muerto, porque aún lo sentía presente. Yo también me aferraba a esa negación; deseaba creer que Raykel seguía con vida, y por eso acepté la propuesta de Sofía de sellar el ataúd, para no tener que verlo. Era plenamente consciente de que no poseía el valor necesario para verlo yacer en aquel féretro de madera.

En aquella noche fatídica y en los días siguientes, comprendí que presenciar la muerte de Raykel entre mis brazos era el pago exigido por mis errores pasados, un costo desmesuradamente alto. La vida nos había tratado con una severidad excesiva, a ambos, y batallé con todas mis fuerzas para sobrellevarla, aferrándome a la esperanza de que, algún día, juntos, lograríamos forjar un final feliz.

Sentado frente al ataúd, observaba a la gente pasar, dejando flores y palabras de consuelo. La sensación de pérdida y vacío se intensificaba con cada rostro conocido que aparecía; sus presencias, lejos de brindarme consuelo, solo servían para magnificar la ausencia de Raykel. Cada gesto de simpatía, cada abrazo, me hacía dolorosamente consciente de su partida. Era como si, en medio de la multitud, la soledad se hiciera más profunda, más resonante, recordándome que, aunque rodeado de gente, sin él, estaba incompleto.

No fui al cementerio, pues me resistía a pronunciar un adiós definitivo. Cuando me marché, Owen y Will se ofrecieron a acompañarme, más logré persuadirlos para que me permitieran estar a solas. Conduje sin destino por las calles de la ciudad, plenamente consciente de que, tarde o temprano, debía rendir cuentas ante la ley. Sentía un poco de culpa por los esfuerzos de mi madre y Sofía, quienes habían trabajado astutamente para desviar las sospechas que recaían sobre mí, recurriendo a sobornos y llamando en cobro antiguos favores. No podía, en buena conciencia, vagar por el mundo en libertad, cargando con el peso de mis faltas; no era algo que mereciera.

Mi errante paseo me llevó a las puertas del orfanato donde alguna vez viví. Bajé del coche como un alma perdida en busca de consuelo, y solicité permiso para entrar. La monja en la recepción me reconoció al instante; no supe si me dejó entrar por compasión o por sentirse compelida, sabiendo que Rachel era la benefactora del lugar. El orfanato bullía con la vida de niños olvidados; algunos, inocentes aún, jugaban y reían, mientras que otros, marcados por la dureza de su realidad, reflejaban una profunda tristeza en sus ojos. Al verlos, me vi reflejado en ellos, reviviendo el tormento de mi pasado y aquel deseo ferviente de escapar. Pobre niño ingenuo, no sabía que enfrentarse al mundo sería su peor pesadilla.

Quizás aquel Emir inocente debió permanecer entre los muros húmedos y fríos del orfanato; tal vez así no habría causado tanto dolor, tal vez así Raykel aún estaría vivo.

Las monjas me concedieron el acceso al cuarto oscuro, un lugar que, afortunadamente para los niños, había dejado de ser un espacio de castigo. Empujé la puerta de metal, que cedió con un quejido, revelando en su interior un colchón viejo, manchado y cubierto de polvo. Del techo descolorido pendía la bombilla de siempre, cuya luz amarillenta y débil se esparció por el cuarto al encenderla. Avancé con pasos medidos; con cada movimiento, los ecos de las veces que me confinaron allí, castigado, asaltaban mi memoria.

Las paredes conservaban la misma capa de pintura desgastada, reconocible por los garabatos que había trazado en un momento de desesperación. Aunque apenas distinguibles, logré identificar un dibujo tosco de mi vaca de peluche Meg; al lado, Will y yo inmersos en un juego olvidado. Ese dibujo representaba el anhelo de un niño atemorizado.

Continué inspeccionando la habitación, y mientras el polvo irritaba mi garganta, unos pasos tenues resonaron detrás de mí. Era la madre superiora que dirigía el orfanato cuando yo estuve allí, aquella bruja malvada que convertía mis días en un infierno y que me encerraba en el cuarto oscuro por la más mínima infracción. Nunca imaginé que aún siguiera con vida. Le había guardado rencor a esa anciana durante muchos años, pero al verla allí, tan desvalida, sin el brillo vivaz y la malicia que antes poseía su mirada, y dada mi propia condición en ese momento, no pude sentir por ella más que pena, la misma pena que sentía por mí mismo.

InestableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora