El equipo de Hopewell High se encontraba abajo en el marcador aquella tarde de sábado, en esas horas en las que la noche poco a poco asoma su oscura cabeza y tiñe primero de rosas y luego de intensos azules el horizonte.
Los jugadores de ambas escuadras lo habían dado todo, y en esos segundos finales apenas podían con sus almas.
Y los de Hopewell se sentían especialmente desgastados en cuerpo y drenados en energías, pero el objetivo estaba tan cerca y se lo saboreaban como la más dulce miel: una victoria sobre Degrassi, estaba a tan solo un par de yardas de distancia.
Las chicas de la cuadrilla de animadoras se encontraban casi al mismo nivel de expectativa; ellas, claro, habían llevado a cabo su propio juego y aportado en medida de lo posible lo que podían dar, y veían cada jugada, cada movimiento, cada paso o cada pequeño tropiezo con la emoción de un escuadrón de bombas tratando de cortar el cable correcto; el indicado que separaba la victoria del desastre.
Habían bailado hasta no poder más; habían agitado sus pompones, volado por los aires y hasta desgastado sus gargantas hasta lo más profundo (algunas, practicaron la noche anterior con algunos de los jugadores este último paso, pero poco tenía que ver con rimas y cánticos, si saben a qué me refiero).
Y el detalle es... de hecho todo eso funcionó.
—¡Una vez más chicas! —ordenó a sus subordinadas Tabitha, la capitana interino—. ¡Lo podemos sentir! ¡Lo podemos ver!
—¡Por aquí, por allá! ¡A Hopewell nada lo detendrá! ¡Y cuando al fin baje el Sol! ¡Hopewell será el ganador! —cantaron las chicas en una animada coreografía.
Era innegable que el espíritu estaba ahí: las chicas sonreían como en el minuto uno del encuentro entre los Cástores, y los Mapaches de Degrassi High.
Pero solo de espíritu no se ganan los juegos, y hasta hacer gestos de alegría empezaba a tomar un costo.
Si se deseaba salir abantes, con la cabeza en alto, y un marcador favorable en el tablero de juego, se tendría que recurrir al arma secreta.
Después de su pequeña porra, Tabitha buscó en su mochila, su teléfono, y tecleó un mensaje que para cierta morena de cabellera ondulada y membresía al club de animadoras llena de dudas y renuencia, era como la clave para que un soldado comience el ataque.
—Es el momento.
De pronto, un muñeco de mapache tan sucio y desgastado que ni siquiera los propios mapaches de verdad lo querían como lugar de escondite, llegó tambaleándose hacía un costado del campo, emergiendo desde los vestidores.
Detrás de ella, una animadora más, que aparte de vestir el uniforme de la cuadrilla, usaba una especie de equipo de control animal, o más bien, una simulación hecha de cartón.
—¿Os atreveis a invadir mis dominios, fauna urbana? —Sarah, la porrista en cuestión, declaró en su mejor imitación de actor de teatro isabelino a la botarga de mapache—. ¡Aquí no disfrutamos de aquellos de vuestra condición! ¡Y ustedes, nuestro público! —de pronto se dirigió a las gradas—. ¿Vamos acaso a permitir que esta plaga se haga presente en nuestra finca?
—¡NO! —gritaron en masa los presentes, entre risas y aplausos.
—¡Ya oyeron la voz del pueblo! —Sarah reitero, con una especie de aspiradora improvisada entre manos—. Después de todo, vox populi, vox Dei.
Y con el artilugio, empezó a azotar a la botarga de mapache, y esta empezó a correr tambaleante de un lado a otro de la orilla del campo; las demás animadoras se habían hecho a un lado, admirando, uniéndose a las carcajadas de los espectadores, y de algunos de los jugadores, —de ambos equipos—.
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Un Club Entre Dos
Teen FictionAllyson es en muchos sentidos una estudiante perfecta, y se espera mucho de ella de parte de su familia y de su escuela. Por eso sorprende a más de uno cuando termina en detención por, para ponerlo en términos sutiles, romperle el hocico a la capita...