57. Limpieza

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No se solía limpiar mucho en el hogar de los Greenberg, empezando por el hecho que en tal casa, solamente una del clan, Sarah, estaba presente, y cuando se está sola contra el mundo, es difícil luchar contra esa inercia; aquello que te impide de hecho alzarte y buscar hacer los cambios que necesitas.

Pero en realidad, no lo estaba; dos almas, dos presencias estaban de pie, junto a ella, tratando de aligerar su peso y su pena por la pérdida entre los dos . Tanto se había soñado sobre una vida juntos, y ahora, se debía aceptar la realidad que el resto de sus vidas, duren lo que dure, la pasarían sin uno.

—Los sigo teniendo a ellos —Sarah se dijo, en lo que revisaba sus contactos en su teléfono, aquella mañana de sábado, en lo que los esperaba para poner orden a su residencia—. Eso no cambiará, pero...

La morena hecho un vistazo alrededor de su habitación: aquella sección del inmueble, tan empolvado y descuidado como se veía, seguía siendo la zona mejor preservada de su hogar. ¿Los otros cuartos? Deshabitados por meses al año: ni los dormitorios, ni la sala, ni la cocina veían presencia más allá de cuando la única ocupante de ese domicilio se le ocurría curiosear o entrar por motivos al azar a esos espacios.

Nadie estaba aparte de ella.

Lo cual, lo hacían un refugio ideal para el amor.

Sarah se rió un poco ante un pensamiento: ¿en qué cuarto no habían tenido contacto? Su dormitorio, claro, era uno. También en el de su madre, que debía seguir en un viaje ácido perpetuo vendiendo joyas de porquería en una comuna en Columbia Británica, y en el de su hermano mayor también, del cual perdieron contacto desde que abandonó sus estudios universitarios hace unos tres años.

También en los baños; nada como despertar como una buena ducha juntos.

Y Sarah rió un poco más cuando a ella llegó otro pensamiento.

—El amor es una cosa —se dijo en lo que se levantó de su cama—, ¿pero cuando voy a volver a culear?

Claro, eso era poco prioritario, casi superficial, pero pensar en ello le ofrecía un poco de distracción: no era solo que Will era un buen amante en lo físico, —y lo era, contra todo pronóstico—, sino que en verdad cumplía con lo que se esperaba de un amante, en su forma más básica y primordial: amor.

Junto a él, el placer físico era bonito, pero se quedaba enano a lado de lo que le trajo: esperanza, y el sentir que a alguien le importaba, por una vez, por una maldita puta vez en la vida, su bienestar.

Y de pronto, todo terminó. Como Romeo y Julieta, no solo en el sentido de lo intenso de su pasión, —que es la parte en la que casi todos se quedan al usar esa comparación—, sino en lo trágico de su brevedad.

Lo único que cambiaría, era quizá, no haberse conocido.

No porque no quisiera el tenerlo en su vida para ahorrarse el dolor, —aunque por un momento, sí lo consideró—, sino porque quizá ella fue la causa de este infortunio.

Ni siquiera lo había considerado, hasta que intentó presentar sus respetos en su lápida. Aquel día, toda de negro, no por moda, sino por luto, y llevando un poco de pan con arandanos que compró en un puesto cercano, vio a la madre, la señora Hoggard, hecha un mar de lágrimas aún más que Sarah misma.

Y la morena deseó, de todo corazón, acercarse con compasión y ver si podían juntas sobrellevar un poco mejor este horror.

Pero la señora Hoggard solo soltó un horror también.

—¡Por ti, mi bebé está muerto! —exclamó en ese momento.

Seis palabras, que estarán grabadas en el cerebro de Sarah, por el resto de sus días.

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