Parte 5.3

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Al día siguiente, por inercia, Israel fue a la preparatoria. Se levantó, se duchó, vendó su mano para no ver las marcas en los nudillos, y se fue, comiendo un sándwich que su padre le preparó. Vicente no fue, ese día se sentía mal.

Pero ir y fingir que nada había pasado, no era el plan de todos.

Cuando entró, las miradas, disimuladas unas, obvias la mayoría, cayeron sobre él, que no dejaba de caminar, escuchando susurros como los que se oían de Augusto los primeros días de clases. Todos eran sobre él, humillando y golpeando a un muchacho que corría detrás de él todo el tiempo. También hablaban de Vicente, la personificación del buen padre y buen marido, traicionado por su esposo drogadicto, y abandonado con un hijo violento y huraño.

Pobre profesor Vicente, decían, sufre un karma que no merece.

Escuchó entonces la voz que deseaba oír hacía días.

—Supongo que debería quebrarse el cuello —le dijo a varios chicos, y ellos rieron.

Al lado de Augusto estaba Clara.

—Augusto —Israel se acercó, y el susurro llamó la atención de todos, excepto del chico nombrado, que ni siquiera lo miró.

—Vámonos, Clarita —dijo, y ella caminó a su lado, apenas mirando a Israel, algo preocupada.

Él los siguió.

—Augusto, espera —dijo—, quiero hablarte…

Augusto se detuvo, y su séquito le dio paso al verlo girarse para mirar al muchacho ojeroso, pálido.

Acabado.

—Augusto… —quiso sonreír, pero su amigo habló:

—Vaya, miren, un cadáver andante, ¿no es triste ver esto?

—Aug…

—No deberías hablar con un, ¿cómo dijiste? —lo miró burlón— Desquiciado.

Cada palabra que dices deja una marca. Siempre debes evitar que sea cruel y dolorosa.

—No quise…

—Pero lo dijiste —reclamó molesto—, y sólo quiero decirte una cosa, Pacheco, no te quiero cerca de mí, o de Clara, sobre todo de ella, no quiero escucharte, ni verte, y cada vez que pase a tu lado, voy a ignorarte al igual que se ignora a la basura, y te pido que hagas lo mismo conmigo.

Dio media vuelta, tomó la mano de Clara, y se fue, aunque al llegar a las escaleras, al oír risitas de la gente que lo seguía, se volvió.

—¡Cállense! —gritó— ¡No quiero que nadie lo insulte! Si lo miran, y no tienen nada bueno que decir, —miró a su amigo— ignorenlo… Si lo insultan —sonrió—, yo mismo me encargaré de ustedes.

Cuando Augusto subió las escaleras, los demás alumnos se alejaron de Israel. Él sabía que todos, incluso los mayores, obedecían a Augusto, no por temor, sino porque él sabía cómo ganarse el respeto de los demás.

Augusto era una persona única.

—¿Qué se siente estar solo?

Israel, de reojo, vio a Darío detrás de él, con su sonrisa antipática, mirándolo fijamente.

—Tú… —se giró Israel molesto, pero Darío habló primero:

—Debes relajarte, digo, ahora no tienes quién te defienda, tu amigo que no se despegaba de ti te ha abandonado —soltó una risita—, y ahora eres tan patético como lo era Ismael.

—Él no es patético —le reclamó—, tú me mentiste, me hiciste golpearlo.

—Pero yo no te dije que lo mataras.

PhilipDonde viven las historias. Descúbrelo ahora