Parte 6.2 - La Confesión

50 4 26
                                    

“—Él tiene la culpa.

“—Es un niño, es tu hijo.

“—Él no quería hijos, debí matarlo.

“—¡Basta! Deja de decir eso frente a él.

“—Pero lo odio, lo odio.

“—Vic, ve a tu cuarto, tu mami está enferma.

“—¡Te odio, Vicente, te odio!”

Vicente abrió los ojos. Hacía calor. Eran finales de junio, y ese recuerdo, al igual que los demás, se hacían más vividos cada día. Su madre, “Él”, Philip, Jorge, incluso ese chico Carballido, amigo de Philip, a quien drogó y convenció de subir al precario edificio quemado. Que saltáse después de quitarse la camisa y usarla como bandera, había sido un «plus» con el que rió varios días después, incluso aún al verla, una sonrisa iluminaba su rostro.

Pero todos esos recuerdos lo hacían llegar a una conclusión; el plan había llegado a su fin. Tenía totalmente dominado a Philip, y a un hijo mentalmente destrozado, así que era hora de que por fin viviese su vida. La venganza llegaba a su fin, pronto sería libre de tanto rencor. Pero, ¿y después? Cuál sería su meta. Ese odio que su madre había sembrado en él, y del que estaba repleta la casa, lo ayudaba a levantarse con ánimo cada mañana, le ayudaba a ser feliz.

Pero aunque le dolía, así tenía que ser. Además, no podía soportar más a Philip y a Israel, su presencia ya era tan lamentable que le parecían ridículos. Quería vivir por fin con su amada Irma.

—Señor Pacheco —la enfermera salió de la habitación—, la doctora quiere hablar con usted.

—Gracias.

En la habitación estaba Philip, sentado en la cama. La doctora frente a él le daba recomendaciones de cómo cuidarse, sobre todo con la placa en su cadera y los clavos en sus extremidades. Era extraño verlo de pie después de seis meses.

—Su recuperación aún no es total, señor Monterroso —le decía la doctora—, tiene que venir a sus terapias, y no debe hacer esfuerzos, o las operaciones no servirán de nada.

—Sí, doctora.

—Señor Pacheco.

Vicente miraba las marcas en la pierna de Philip, pensando que ya las había visto, y le provocaban un horrible recuerdo.

—Vicente —dijo Philip.

—¿Sí? —preguntó Vicente, como si despertara.

—Le decía —repitió la doctora— que obligue a su esposo a venir a sus terapias.

—Me ocuparé de eso —sonrió.

Un poco más, Vicente, estás alegre de que se van, pero disimula, un poco más.
Aguanta.

Vicente ayudó a Philip a ponerse de pie, y lo llevó del brazo hasta el estacionamiento, donde, junto al auto, estaba Israel, con ropa holgada, y ese aire tan vacío como siempre. Subieron, y el auto pronto se alejó del hospital, pero no pareció seguir el camino de siempre.

—¿A dónde vamos, Vicente? —preguntó Philip.

—Es una sorpresa —respondió sin mirarlo.

—¿No iremos a casa?

—Sorpresa, Philip —insistió intentando no golpearlo—, no voy a decírtelo.

Philip sonrió al ver que Vicente no lo lastimaba. Miró a Israel, que aún tenía la mirada gacha.

—¿Cómo estás, Israel?

—Bien —susurró mirando sus propias manos.

—¿Te duele tu brazo?

PhilipDonde viven las historias. Descúbrelo ahora