Final

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Philip salió del hospital, de la consulta en la que sólo le recordaron qué no debía hacer, y todos los cuidados que necesitaba si deseaba volver a moverse con facilidad y no abrir las puntadas. Era joven, le dijo la doctora, aún tenía mucho que vivir. Sobre todo, dijo la joven doctora, con un hijo.

Israel era todo lo que le quedaba, y él era todo lo que le quedaba al niño. Una miseria, se dijo mientras bajaba en el elevador con la cabeza gacha. Una miseria que lo arrastró a las profundidades humanas que ningún niño debía conocer.

Y él llevó de la mano a Israel hasta ese lugar.

Una miseria, eso era lo que Vicente dejó para Israel.

Salió y lo primero que vio fue a Israel, que sonrió levemente al verlo. El chico lo tomó de la mano, caminando su andar lento.

—¿Cómo te fue con Augusto? —preguntó Philip, pero Israel bajó la mirada.

—Está molesto, pero no lo culpo… No merecía que yo lo tratara de esa manera…

—No te preocupes, ahora está molesto, pero después te perdonará, es tu amigo y sabe que no era tu mejor momento.

—Él dice que esa no es una buena excusa.

Philip no sabía qué más decirle. Sabía que no había una palabra mágica para borrar ese arrepentimiento de haber insultado a la persona que amas, sin importar que el amor no fuese recíproco. Así fue siempre con Vicente.

Tomaron el autobús al edificio en la entrada del Distrito Verde, donde vivían Felicia y su familia. Y ahora ellos, en una pequeña habitación, con una sola cama donde dormía Israel. Philip dormía poco.

Cuando llegaron al edificio, Israel observó la construcción, oscura, con el sol ocultándose detrás.

—Israel… —Philip sabía lo que sucedía.

—Vamos al parque —dijo el muchacho, con un tono pueril.

—Ya sé que no te gusta, pero no puedo estar sentado o de pie mucho tiempo…

—Sólo hasta que caiga la noche…, por favor.

Philip se acercó, tomando la mano de Israel, pero el chico se abrazó a él.

—No quiero estar allí, quiero ir a casa.

—Isra…

—No soporto sus miradas, los susurros… Ya no quiero estar aquí.

—Sólo un poco más, hasta que mejoremos un poco… Y luego buscaremos un hogar para nosotros dos, ok?

—¿De verdad?

—De verdad.

Israel ayudó a Philip subir las escaleras, lo cual les tomó más tiempo del necesario. Philip siendo podía caminar y debía descansar cada tanto, así que al llegar al departamento, ya estaba oscureciendo. La intención de Israel era que mientras más tardaran en volver al departamento, no habría objeción porque él fuera a dormir. No quería ver las miradas arrogantes y molestas de Víctor y de Félix. Sabía que no estaban en el mejor momento, económicamente hablando, y que su presencia y la de Philip era demasiado para ellos. Pero qué más podían hacer. Ni él ni Philip podían trabajar, o ayudar en algo. Eran una carga.

Justo como decía Vicente.

En el departamento sólo estaban Felicia y sus hijos menores, Fabio y Flor, que se acercaron a ayudarles; Fabio era muy servicial con ellos, tratando de que estuvieran cómodos, recordándoles tomar su medicamento, o llevándoles la comida a su habitación. También se encargaba de alejar a Flor de Israel: la niña estaba apegada a su primo, pero Israel prefería pasar el tiempo encerrado.

Philip, en cambio, trataba de ayudar un poco en la casa, a veces lavaba la loza, llenaba o vaciaba la lavadora, pero no era mucho lo que podía permanecer de pie, así que debía sentarse todo el tiempo.

No cenaron, fueron directamente a la habitación, donde Israel se acostó al lado de Philip, quedándose dormido al instante.

Las voces del departamento y de los departamentos alrededor, eran nuevos para ellos, cuyas noches siempre habían sido silenciosas y solitarias. Ahora eran libres, había un mundo que los rodeaba y no se detenía, ni siquiera para ellos, que lo necesitaban.

Philip, mirando por la ventana, pensaba en su hermana, en su insistencia en que sonriera porque ya era libre.

Debes estar feliz —decía ella—, ya no tienes a ese psicópata, ya puedes hacer lo que desees; tú y tu hijo son libres.

Libres. Qué era la libertad. Philip siempre había seguido las órdenes de Vicente, todo giraba en torno suyo, y ahora… El sistema solar ya no tenía un Sol. Planetas sin una órbita, libres para flotar sin sentido en un espacio infinito. Sólo ellos.

Solos.

Justo como había querido evitar terminar.

A punto de tener un ataque de pánico, se levantó al baño del pasillo.

Se miró al espejo. Hacía semanas que no lo hacía porque en realidad no le gustaba verse; su rostro tenía un aspecto más enfermizo, y usaba el cabello un poco más largo, cubriendo las cicatrices que podía.

Se preguntaba porqué había permitido que todo se saliera de control hasta el día en el lote baldío. Pero ya no valía la pena pensar en eso. Había sucedido, y ya no debía doler, porque desde ese día él era libre: libre de pensar solo, de hablar, de expresarse sin temor a recibir un insulto, llegar a casa sin explicar dónde había estado, libre de sentirse humillado.

Philip era libre.

Pero, ¿de verdad quería serlo?

A veces sus pensamientos volvían hacia Vicente. Seguro que estaba con Irma, claro, pensando en todo el tiempo que había perdido en su venganza.

De qué había servido. ¿Ahora se sentirá mejor?

¿Estaba pensando en él?

Volvió a la habitación, sentándose al lado del chico, que lloraba dormido otra vez. Philip también lloró en silencio. Porque no importaba esa libertad que todos celebraban, no importaba lo lejos que pudiera estar Vicente, o si alguna vez se enteraba que ellos seguían vivos y él intentaba terminar su venganza.

No importaba nada de eso.

Philip no podía imaginar cómo se suponía que debería vivir sin Vicente.

Philip no podía imaginar cómo se suponía que debería vivir sin Vicente

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Priscilla O. Rosas

Domingo 1 de noviembre del 2015

Actualizada para su renovación:
8 de diciembre del 2022

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